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Nueva York: la ciudad interminable

Un viaje a la ciudad que estremeció al mundo en 2001.

El 'skyline¡ de Nueva York nunca decepciona.
Nueva York: la ciudad interminable
MARINA HEREDIA

Viajar a Nueva York siempre es motivo de expectación, y más cuando se vuelve a una ciudad que nos causó un profundo desconcierto. Uno no puede esconder su procedencia y se asusta ante lo incontrolable. Además, sufrimos un terremoto y un huracán. Encontramos una ciudad menos agresiva, más... aburguesada, menos radical, más tranquila. Agosto también es tiempo de descanso para ella. Nueva York es acogedora: basta cruzar las grandes avenidas para encontrar la vida cotidiana, vida de barrio, sin atropellos; cambiar de calle supone cambiar de mundo, de clase social, razas, lenguas: una ciudad donde pueden juntarse ricos y pobres, chinos y latinos. Mundos separados pero unidos, la disyunción en la concordia, la conjunción en la discordia. Hablar de identidad en esta ciudad es hablar de millones de historias, tantas como personajes la habitan, la sufren, la disfrutan.


Panorama desde el Empire State


Contemplar la ciudad desde la atalaya del décimoprimer piso de la 5.ª Avenida es un espectáculo, y más si subimos a la azotea. Desde allí, por las noches, podíamos contemplar el Empire State (el edificio más alto tras la caída de las Torres Gemelas, concluido en 1931 y levantado en tan solo catorce meses). Uno no sale de su asombro cuando piensa en cómo se pudo construir aquella mole sin las máquinas que hoy taladran nuestros oídos. Dicen que hubo un momento en que se levantaba hasta un piso al día. Se ilumina cada noche de manera distinta, creando una bellísima atracción.


Al día siguiente, tocaba patear la isla de Manhatan: ir a la Zona Cero, a Wall Street y contemplar su nerviosa actividad, andar por los distintos barrios: SoHo, Little Italy, Chinatown..., visitar galerías de arte, tiendas (llamó mi atención una de ropa situada en una antigua iglesia de la 6.ª Ave.; el resultado era maravilloso), librerías. Hacía calor, más que en Zaragoza, y, además, la humedad, que se pega al cuerpo. Los pies comenzaban a avisarnos de que no podíamos seguir a ese ritmo. Descanso y al día siguiente más.


Mañana limpia. La tarde la pasamos en un recorrido en barco rodeando la isla. Es, quizá, la única manera de hacerse idea de la estructura de la ciudad, observar sus puentes y el panorama ofrecido desde el otro lado; también de distraer el sopor, como de tormenta veraniega que se avecina, de calma chicha a punto de estallar. Al ver los centros a los que llegaban los emigrantes, me acordé de Juan Ramón y de Lorca, pero también de los aragoneses que han dejado su huella en esta ciudad por antonomasia (José Antonio Hernández-Ortiz, Ángel Alcalá, Ildefonso-Manuel Gil, entre ellos, profesores en universidades neuyorkinas).


Al día siguiente, un nuevo maratón. Iríamos de museos: el Guggenheim y el Metropolitan, cercanos al Central Park. Pasear por el gran pulmón de la ciudad (una auténtica necesidad para los primeros pobladores, que no renunciaban a sus orígenes rurales) resulta estimulante. Mil espacios en uno solo: jardín a la inglesa, recintos deportivos (sobre todo, béisbol), estanques, ardillas, sapos, tortugas. Un pulmón que no permite fumar. Al salir de un museo, un hispano me pide un cigarrillo. Regresamos al parque y vuelve dos horas más tarde: «Padrecito. ¿Es que podría darme otro cigarrillo?». Se lo doy y me pregunta si voy a la iglesia con frecuencia. Le contesto que no. Me dice que esa fue su perdición.


Iban pasando los días entre visitas a lugares en que recrea su vista y fatiga sus pies el turista. Comidas y cenas las sorteábamos entre los casi 20.000 establecimientos de restauración de la ciudad: chinos, tailandeses, japoneses, griegos, franceses, italianos, españoles... Todo un mundo. Entre ellos, el Spain, regentado por un gallego entrañable, que sirve una langosta extraordinaria a un buen precio. Y tiene buen orujo (un divino regalo de su dueño).


Extravío: el restaurante perdido


Pero los restaurantes pueden tener su misterio. Quedo para cenar con unos colegas de la Universidad de Nueva York, me citan en un restaurante griego de la calle 20, y allí me encamino, sin saber que la 5.ª Avenida divide Manhatan en dos y se duplican los números. Encuentro un restaurante griego en el oeste de la calle y ellos me habían citado en otro, también griego, del este. Nos encontramos cuando ya habíamos cenado en sitios distintos, a no más de quinientos metros. Uno no puede esconder su procedencia y yo me sentí como Martínez Soria en ‘La ciudad no es para mí’.


Viajamos a Washington el 23, en autobús (los trenes son caros y lentos). Al llegar, vivimos la imagen del caos. La recordaba como una ciudad tranquila y, ahora, todo eran nervios: sirenas, bomberos, policía, taxis que no paraban.


Anduvimos dos horas y media (con maletas) hasta llegar al hotel. Al registrarnos, pregunto «¿Qué pasa?» y, con aire de indiferencia, contestan: «Nada, un terremoto». El calor era extremo; el cansancio, superlativo. Me di un baño. Mi compañera se tumbó un rato. Decía que la cama se movía. Pusimos la televisión. Sufrir un terremoto y no tener nada que contar, solo repetir lo sentido, lo dicho por otros. El baño me relajó en exceso.


Al día siguiente, la normalidad. Alguna noticia sobre los daños producidos: el castillo de Smithsonian y el obelisco cerrados, poco más. Quería volver al Capitolio y a la biblioteca del Congreso: la infinidad de libros que alberga (un ejemplar de la Biblia de Guttenberg). El morbo y la vanidad me movieron a comprobar qué libros míos tenían: todos.


Por la tarde asistimos a la vuelta de los estudiantes universitarios: los novatos acompañados de la familia, los veteranos de compras, grupos tutelados por estudiantes mayores jugando en los parques para conocerse. Muy infantil, pero interesante como fenómeno sociológico.


¡Qué pequeño es el mundo!


La noche es larga cuando se cena tan pronto. Buscamos un bar abierto y encontramos uno con nombre reconocible: ‘El alabardero’. Su camarero era de Belchite y llavaba once años allí. Se ofreció a hacernos de guía un joven (encorbatado, apuesto y algo descompuesto por los efluvios etíticos, aseguró trabajar en la Casa Blanca). Nos llevó de un lado para otro: a un bar donde se reunían políticos y periodistas: cerrado; a otro que estaría abierto porque iban los artistas: cerrado. Terminó relatando episodios trágicos de la ciudad (el asesinato de Lincoln, envenenamientos...). Se movía a sus anchas y saludaba a los policías (nos comentó que muchas veces lo llevaban a casa).


La vuelta a Nueva York venía con amenaza: un huracán. En el autobús, una joven me pregunta, en perfecto castellano de Aragón, si yo era yo, le respondo que sí y me dice que fue alumna mía. Se marcha el sábado. ¡Qué pequeño es el mundo!

No fue para tanto. La vuelta a la city supuso un cambio sustancial: habían vuelto los estudiantes y la vida cobraba otro ritmo: más jóvenes y gente en los lugares públicos. Washington Square era un espectáculo. ¡Hasta un piano de cola y un concierto gratuito!


Las amenazas eran más firmes a cada hora. Las distintas cadenas de televisión alertaban sobre la situación: Irene se acercaba. Tuvimos que hacer provisión de comida y bebida y aventurábanos que la noche iba a ser larga. La televisión presagiaba lo peor: el metro paralizado (no lo había hecho desde 1938), no circulaban autobuses. Se recomendaba proteger las ventanas, abastecerse de agua, comida y linternas, no salir a la calle a partir de las cuatro de la tarde... y esperar.


Nos atrevimos a dar una vuelta por la manzana, comer algo y observar la psicosis que flotaba en el ambiente. En cada plaza se agrupaban furgonetas de las compañías de electricidad y unidades móviles. A la vuelta a casa, volvía la histeria: miles de personas desalojadas de la zona baja, cien refugios preparados, imágenes de los desastres, el aereopuerto permanecía cerrado (recordé a mi antigua alumna), el cielo se ennegrecía súbitamente, el Empire desaparecía. Las noticias llegadas de allende eran todavía más alarmantes.


Definitivamente, la noche iba a ser larga. El huracán se retrasaba: llegaría con su mayor fuerza sobre las cuatro de la mañana. La 5.ª Avenida estaba vacía y una ráfaga de viento provocaba que el agua creara olas en las calles. Solo algún valiente (uno, en bañador haciendo eses) osaba el desafío. Una sirena, algún taxi... Nos acostamos y esperamos a la mañana siguiente.


Amaneció el día tranquilo y salimos a celebrarlo. Volvía el sopor, más húmedo si cabe, pero con olor a mar, a langosta recién cocida. La mayoría de los establecimientos estaban cerrados, pero la ciudad iba cobrando su pulso. Por la tarde, fuimos al puerto. ¡Qué maravilla los árboles gigantescos de viejos barcos de vela proyectándose sobre los cristales de los rascacielos! ¡Qué contraste de luces, de escenarios, de gente, de ganas de vivir! Nueva York no se acaba nunca.


Quedaban ya pocos días y muchas cosas por hacer: seguir paseando, comprobar que el vuelo salía a su hora, hacer las obligadas compras, ver cómo la ciudad se reinventaba (la última noche asistimos a un club de jazz, el Blue Note, como despedida), registrar los restos del naufragio y sentir que cada experiencia, si no nos hace más fuertes, al menos nos deja algo que contar. Y así fue.