“No soporto la mentira: es una bicha que sobrevuela todo, no hay modo de cazarla”

El músico y poeta Paco Ibáñez, que celebra sus 50 años en los escenarios, se presenta hoy en el Teatro Principal de Zaragoza (20.30, de 6 a 31 euros en Ibercaja) dentro del programa del ciclo Sin Fronteras.

Paco Ibáñez toca hoy en el Teatro Principal.
Paco Ibáñez toca hoy en el Teatro Principal.
EMMY ETIÉ

Trae usted una antología poética iberoamericana que ya ha paseado con éxito en varias plazas. ¿Le cuesta elegir repertorio entre tanta candidata?


Ya lo creo. Es difícil, muy difícil; las canciones son seres vivos, tienen sus manías y no se dejan llevar dócilmente a donde uno quiere llevarlas; acaban yendo donde les da la gana. A veces salgo con una idea que exige quitar varias canciones y poner otras, y enseguida surge el lío: las canciones y yo reñimos, se me enfadan y me echan la bronca si las guardo y las dejo ahí, en el baúl, hasta el siguiente concierto. Estos días he preparado el concierto de Zaragoza y espero que les elegidas me dejen darlo sin problemas. Hay momentos de alegría, también de lágrima; todo se mezcla, como en la vida. De esa mezcla emerge lo bueno, el sustrato de haber vivido.


¿Le dan esas canciones orgullosas argumentos de peso para ser elegidas?


Si toca cantar una nana, elijo la de José Ángel Valente o la de Goytisolo, no pongo el concierto al trote. Hace poco toqué cerca de la cueva de Montesinos, lugar en el que Don Quijote permaneció encantado, y el entorno me pedía una canción que hablara de la justicia con mayúsculas; escogí una que hice de León Felipe, ‘Ya no hay locos’. Dice que «cuando se pierde el juicio, yo pregunto cuándo se pierde, cuándo. Si no es ahora que una vida vale menos que el orín de los perros. Todo el mundo está cuerdo, terrible, horriblemente cuerdo». Lo canté a gusto…


Usted llama casa a muchos lugares. París, quizá el más significativo, ya disfrutó de este recital.


Sí, en noviembre pasado, ni más ni menos que en el Théâtre des Champs-Elysées de la avenida Montaigne. Allá iba yo con mi padre hace 60 años, cuando yo tenía apenas veinte; él era ebanista y me enseñó el oficio. Hacíamos castañuelas para los artistas: Antonio, Pilar López, Rosario... bailaban en el teatro. Allí me impregné yo de Andalucía, de flamenco: ya ves, un chaval de caserío tratando de atrapar el duende que llevan ellos. Empecé a verles actuar con mi hermano, de aquellos posos me salieron luego las canciones lorquianas. Todo un viaje, de cuidar las vacas en el caserío a París y el flamenco... se hace raro, ¿verdad?


Pasar revista a momentos felices es un placer, sobre todo cuando el contexto presente no tiene mucho de idílico. ¿Qué no tolera Paco Ibáñez a día de hoy?


La mentira: ni ahora ni nunca.Es una bicha que sobrevuela todo, no hay manera de cazarla. Algún hijo de su madre acuñó la frase que dice que el hombre fue creado para ser engañado: otros hijos de sus madres lo aplican con esmero. No me da la gana de callarme ante injusticias y falsedades. Mi padre me llamaba abogado de los pobres, y esa sed de justicia no se ha aplacado. ¿Que soy un poco Quijote? Sí, y arremeto. Tengo dentro de mí al cascarrabias que refunfuña todo lo que haga falta. Por otro lado, me encanta alegrar el corazón de la gente con canciones; cuanto más bellas, mejor. Trato de facilitar el acercamiento de cada cual a su yo interior, la sensibilidad propia.


Una escucha como invitación a disfrutar del hecho reflexivo...


Sí, y también una lucha contra el salvajismo. Al poder le interesa que la gente no piense, siempre ha sido peligroso incentivar la reflexión. Dentro de poco, los deportes coparán toda la información, es algo obsceno, sobre todo cuando la mayoría de la gente hace deporte sentada en una butaca. Hay que buscar más satisfacciones personales, y valorar las cosas bellas.


¿Prefiere las canciones-bálsamo o los acicates?


Las dos cosas. Hace no mucho compartí un concierto en Francia con Valerie Ambroise, hacíamos repertorio de Brassens, ella la primera parte y yo la segunda. Estuve observando las caras del público cuando esperaba mi turno, volví a mirarlas después del concierto y parecían más inteligentes que al entrar: luz en la cara, piel alisada... es el efecto que genera la obra de Brassens. Sin embargo, otro día, estaba en un bar cercano a un concierto de ruido infernal, en una plaza de toros. La salida era la prueba de la cercanía entre el homo sapiens y los neandertales, todos embrutecidos.


¿Cuáles fueron sus primeras impresiones acerca de Brassens? Por si en su caso no fueron las que cuentan...


Cuando llegué a Perpiñán primero y a París después, ya sonaba mucho. Yo venía de las vacas, y mi idea de cantantes eran Luis Mariano, Jorge Negrete... Cuando oí los balbuceos de este tipo y comprobé su fama, el impacto de alguien que no era joven ni guapo ni un icono perseguido por las mujeres, pensé que era algo raro. Luego escuché bien ‘Pauvre Martin’, descubrí la profundidad del mensaje y al volver a las vacas, me sorprendí cantándola muchas veces. Ahí ya quedó claro que era un converso, y hasta hoy.


Nunca ha aceptado usted premios, algo que le ha valido muchas críticas.


Es algo instintivo, no implica una postura desagradecida. Mira, mi abuelo estuvo en la última guerra carlista, era requeté y lo condecoró cierto señor que mandó en España muchas décadas el siglo pasado. Tras eso, mi abuelo se creía Napoleón, se le subieron los humos: en casa me exigía saludarle militarmente y siempre me negué. Ojo, nadie me había dado discursos antimilitaristas, era algo que tenía dentro. Me fui a la cama sin cenar muchas veces: el abuelo me tenía paquete... El que te da el premio, en el fondo, se pone también en el foco. El premio de verdad lo tendré el jueves (por hoy) en Zaragoza si la gente aplaude con ganas lo que canto: no hacen falta intermediarios.