De Sagasta al cielo

Un lector incansable que ha fichado sus más de 30.000 volúmenes desde los años 70.

Mi amigo José Luis Melero tiene alojado en su domicilio del Paseo de Sagasta a un dragón de treinta y cinco mil cabezas. Suena terrible, pero ambos viven felices, satisfechos, colmados, al menos en lo que se refiere a su convivencia, y sobre todo gracias a la santa comprensión de su mujer, la catedrática de Economía Yolanda Polo. Es muy difícil ser bibliófilo sin la complicidad pasiva de quien te acompañe en la vida, que tiene que presenciar sin alarmarse demasiado cómo va creciendo el monstruo, cómo invade todos los rincones, cómo devora espacio, tiempo y presupuestos generales del hogar. En el caso que nos ocupa baste indicar que en el dormitorio de Yolanda y Pepe descansan ellos dos junto a todas las primeras ediciones de Jarnés y Sender. Y nadie más.


Los lectores de este suplemento saben bien desde hace años qué tipo de libros anhela y busca Melero, que, para decirlo rápidamente, son prácticamente todos, aunque él diría que no. Borges (a quien parece inevitable mencionar siempre que se habla de bibliotecas) escribió que una vez que alguien mete un primer libro en su casa, queda fatalmente condenado a esforzarse por meter todos los demás.


Quien no comprenda esa sentencia no debería seguir leyendo esta doble página, pues no va a entender mucho, ya que para ser "de los nuestros" hay que saber instintivamente que cada libro conduce de un modo apremiante y casi orgánico a quince o veinte más, que lo que compone la cultura es una red de papel y tinta en la que todo acaba teniendo que ver con todo, o al menos dialogando con ello, o desmintiéndolo, o completándolo… en una aventura interminable en la que además, según el célebre adagio cervantino, "no hay libro tan malo que no contenga algo bueno".


Pasión por Aragón


Como explicó en sus magníficas memorias, ‘Leer para contarlo’ (de inminente reedición en Xordica), su principal tema de interés de es Aragón, su historia, su literatura, su geografía, su folclore… Pero a partir de ahí se produce una gradación natural "de menos a más", y por tanto también le interesa de forma constitutiva la literatura española y su historia (especialmente la de los siglos XIX y XX, que ocupa varias habitaciones de la casa), y también la de Europa, y la de Occidente, y la humana, y la universal, y, por tanto, también la antropología y por consiguiente la biología y la arqueología, lo cual le lleva a interesarse en la geología, y de ahí a la astronomía y la física… en una cadena perfectamente natural, pero sobre todo si los físicos o arqueólogos fueron aragoneses, cerrando el círculo. Y además le apasiona el fútbol. Sea como sea, conviene no llevarse a engaño: en absoluto es verdad que a Melero le interese todo, ni siquiera todo lo relacionado con nuestra amada tierra, y sobre todo no codicia reunir toda la literatura de sus paisanos. Su domicilio no es, como parecen creer algunos, el Instituto Bibliográfico Aragonés ni el Centro Aragonés del Libro, y de hecho aprovecho para pedir desde aquí al Ayuntamiento de Zaragoza que coloque frente a su portal un contenedor de papel con un aviso: "Para uso exclusivo de Melero". Tal vez eso disuadiría a algunos de enviarle todas las separatas, plaquettes o fotocopias que producen.


La segunda vivienda


No recuerdo quién dijo que en el momento en que alguien alquila una segunda vivienda para colocar libros o pide a algún amigo con paredes libres si le puede guardar, pongamos, la literatura italiana, sabe que tiene que empezar a preocuparse. Melero ya superó ese momento, pero lo hizo con suerte, cuando en el piso de debajo de su casa quedó libre un estudio donde ahora respira la literatura más actual, el teatro (la sección a la que tiene hoy menos apego), algo de historia y la hemeroteca. Y esto de las revistas es el santo y seña del verdadero coleccionista de libros, pues no cabe ninguna duda de que quien cree que es absurdo e incluso inmoral ocupar toda una estantería con la ‘Revista de Occidente’ cuando se puede tener completa en un cedé tiene toda la razón, pero, ay, no tiene corazón.


"La biblioteca más fichada"


Melero, por supuesto, sabe dónde tiene cada libro, infaliblemente, lo cual no quiere decir que esté exactamente ordenada. Los demás tendríamos problemas para orientarnos por esos pasillos y estanterías discontinuas, o para encontrar determinado volumen o a tal o cual autor si nos desafiasen a ello en una especie de gymkana ilustrada. Pero, si no es la más ordenada, a su dueño y domador le complace decir que es la mejor fichada, pues, en efecto, a cada uno de esos miles de volúmenes le corresponde una tarjeta que, escrita con su primorosa caligrafía, guarda en un increíble archivo creciente. Se ha dicho muchas veces que los bibliófilos leen poco. En el caso de Melero no es verdad, pero qué sabios seríamos si invirtiésemos en leer el tiempo que gastamos en reordenar, trastear y fichar libros.


De hecho, Melero tiene una respuesta preciosa para esa pregunta que jamás, bajo ningún concepto, hay que lanzar a un bibliófilo. Él contesta que no, pero que no hay un solo ejemplar en su casa al que no le haya dedicado, al menos, media hora. Si ha estado en sus manos esos treinta minutos mínimos, entonces ya tiene derecho a ser fichado y quedarse a vivir allí para siempre. ¿Para siempre? Pero… ¿y después…? Ésa es la otra pregunta que de ninguna manera se le puede hacer a nadie.


Libros sobre Aragón, libros de memorias, libros sobre libros, poesía o lo que Darío Jaramillo llamaría "egoteca" (esto es, esa balda donde se guardan los propios libros, o aquellos volúmenes colectivos donde se ha colocado alguna colaboración)… Si uno va recorriendo habitaciones y piensa en lo de la media hora, sabiendo además que a la mayoría de esos lomos le ha dedicado mucho más tiempo, entra un poco de vértigo, y le ocurre incluso a alguien que prácticamente no ha hecho con su vida otra cosa que leer.


Hallazgos inesperados


Y hablando de eso (y por poner un solo ejemplo de los tesoros especiales de esta biblioteca), uno dedicó las mejores horas de los mejores años de su cancelada juventud a estudiar a Luys Santa Marina, y lo hizo sin enterarse hasta muy tarde de que la carpetita azul donde aquel escritor guardaba y fechaba a mano sus artículos periodísticos estaba, sí, en manos de José Luis Melero, que la encontró en los Encants de Barcelona.


Toda biblioteca es un aleph, en el sentido de que aspira a recoger y resumir el mundo (resumirlo por completo, si se me admite la paradoja), y también es algo así como una enciclopedia personal e irregular de miles de tomos, y por tanto una suerte de biografía particular de quien la reúne. Toda biblioteca, así, es un acto de amor.


Y toda biblioteca tiene un cuerpo muy visible y, si resultase además que tiene alma, la de José Luis Melero se salvará.