La exacta luz de la belleza

La mansión secreta de un artista que reside entre 5.000 volúmnes y una gran colección de fotos.

Igor Stravinski, 1947, en una de las grandes fotos del siglo XX: un retrato depurado, perfecto.
La exacta luz de la belleza
Arnold Newman

Rafael Navarro es un artista minucioso. Busca la belleza y la elegancia, y la encuentra en los gestos inadvertidos, en la paciencia, de la caligrafía del contraluz y en un modo particular de desgranar el orden, que en él es armonía, tensión, sutileza estricta. Su estudio –instalado en la parte inferior de la casa que comparte con su mujer Maite en Cuarte– tiene semejanzas con sus fotos: es un reino de objetos (lápices, compases, juguetes de madera), libros, cámaras, ordenadores o rotuladores que ha sido perfilado por una mano obsesiva y protectora.


Del teatro a André Kertész


Quizá habría podido ser pianista, dice, pero le faltó vocación y la obstinación maternal. En cambio –"en busca de una forma de expresión: quería sentirme algo más feliz y realizado", señala– volvió sus ojos hacia la fotografía y ahí empezó todo. O, como el mar, se percató de que la fotografía en él siempre estaba empezando. Había hecho un curso por correspondencia, sin demasiada afición. Pero a principios de los 70 se zambulló en la imagen: hizo fotos de coches, carreras de prototipos y de motos en el actual Parque José Antonio Labordeta, recuerda haber capturado más de una vez al campeón Ángel Nieto; más tarde, se interesó por la danza y los movimientos del cuerpo y por el teatro. "Acabé dejándolo. Tenía la sensación de que realmente aportas muy poco. Si retratas al actor en escena no modificas nada porque la iluminación ya te viene dada; si modificas algo, es como si cometieses una traición. No me convencía demasiado". Dio otro giro, avanzados los 70, y se centró en la materia esencial de su fotografía: el cuerpo femenino, exuberante o sensual, el cuerpo humano como un paisaje. Y así fueron naciendo sus primeras series: ‘Formas’ y ‘Evasiones’, entre otras. Luego vendrían ‘Dípticos’.


¿De quién aprendía?, queremos saber. Rafael Navarro emplea un término que es su autorretrato: autodidacto. "Me hice a mí mismo, con curiosidad, visitando exposiciones, librerías, buscando a los maestros". Y ahí, entre ellos, aparece uno de los primeros: Edward Weston, otro enamorado del cuerpo, un fotógrafo del deseo y un hombre talentoso rodeado de mujeres y de mitos: ahí están Tina Modotti, Margrethe Mather, Nahui Olin o Charis Wilson, que fueron además sus modelos. Weston, cautivado por México, fue también un gran fotógrafo del paisaje y son célebres sus pimientos, sus berzas, sus caracoles. "No era fácil conseguir libros en Zaragoza a principios de los 70: no había tantos como ahora y llegaban en ediciones clandestinas. Yo le debo mucho a Víctor Bailo, de Libros, y a Pepe Alcrudo, de Pórtico. Ahí empecé a adquirir mis primeros volúmenes y luego he aprovechado todos mis viajes. En Barcelona, estaba Kowasa, que fue clave". El fotógrafo cita a los artistas que iluminaron su camino: tras Weston, cita a Irving Penn, a Richard Avedon, a André Kertész, a Manuel Álvarez Bravo, Willy Ronis, Edouard Boubat o a los fotógrafos japoneses como Kosoe.


"Siempre me ha interesado mucho la fotografía japonesa. Es delicada, minuciosa, busca una hermosura difícil de lograr", explica. Se levanta y coge algunas ediciones: en japonés, en inglés, en castellano. Observamos que hay artistas que parecen vivir una rara esquizofrenia: pueden ser de un refinamiento asombroso y a la vez exploran el dolor, la rabia, el exceso, incluso la brutalidad. Vuelve a levantarse y trae un ejemplar de Kertész, el gran fotógrafo húngaro que hizo una serie tan hermosa como ‘Sobre la lectura’. "André Kertész es increíble. En una ocasión, hacia 1980, había ido a los Encuentros de Arles, que era un centro de difusión de la fotografía, de intercambios, de tertulias, de clases teóricas y prácticas. Apareció por allí una periodista norteamericana que tenía una cita con Henri Cartier-Bresson en Aix-en-Provence. Al final, por distintas razones, la llevé en mi Seat 132 y Kertész y el mexicano Manuel Álvarez Bravo se sumaron. Fue un viaje maravilloso. Hablaban en francés. Yo oía tan solo". A Henri Cartier-Bresson no le gustaba que le hicieran fotos; había ido abandonando la instantánea por el dibujo. En cuanto llegaron a su casa, Kertész, Álvarez Bravo y él hablaron de todo. Cartier-Bresson había estado en México, "y no paró de contarles aventuras. Había vivido peligrosamente. Hubo un momento en que Kertész cogió su cámara y se puso a hacer fotos. El maestro de Magnum no podía negarse y no se negó. A Kertész le ofrecí mi trípode, que estaba en el maletero. De algo así no te puedes olvidar nunca", recuerda.


Los libros y los catálogos y su uso


Rafael Navarro busca algunos de sus libros de Kertész, Trae un volumen espectacular ‘Hologrammes’, que sería algo así como una antología de su obra. Ahí está todo: el retratista, el maestro de las atmósferas, el poeta visual que capta el acceso al estudio de Piet Mondrian con plasticidad en una admirable foto abstracta.


Confiesa el Premio Aragón-Goya de 2013: "Tengo los libros lo más ordenados que puedo. Son libros de trabajo. No soy fetichista. Me sirven, los uso, repaso. No son decorativos. Aquí, en estas estanterías, de extremo a extremo, hay más de 5.000 títulos. En una parte están los volúmenes colectivos, los libros de técnica fotográfica; en otra las revistas, los catálogos, y luego ya las monografías, que son el grueso, en realidad. Los catálogos específicos, las biografías y las monografías, en diversas lenguas, conviven con las artes plásticas. Tendré un 90 % de fotografía y un 10 % de arte, sobre todo de arte contemporáneo", explica.


Hay catálogos de todo y de todos. De Man Ray, de Stieglitz, Jan Koudelka, de Jan Sudek o de Arnold Newman. Catálogos de Phaidon, de Taschen, de Lunwerg, que le desatan muy buenos recuerdos, y evoca a fotógrafos que admira como Chema Madoz o el malogrado Toni Catany, que "tenía un mundo muy interesante, mediterráneo". Rafael Navarro posee una impresionante colección de fotografía, que expuso en el Paraninfo. En el otro extremo está una de sus obras más amadas: ‘La buena fama durmiendo’ de Manuel Álvarez Bravo, esa mujer que está envuelta en gasas; tras la sesión, se tiende a descansar y se abandona. El pelo del pubis asoma entre la blancura del lienzo y sus senos apuntan hacia el cielo. "Fue una fotografía casual. Coincidí con Álvarez Bravo y me propuso hacer un ‘change’. Es mi obra favorita". Trae el retrato de Stravinski al piano, de Arnold Newman: "Esta es la fotografía más perfecta que conozco. Expresiva, bella, pura síntesis, una obra maestra de la composición. Le encargué a mi galerista que la comprase".


Pasiones privadas


Manuel Álvarez Bravo –dice– es toda una referencia para mí. Era entrañable y simpático, y tengo sus libros: hacía surrealismo, espléndidos retratos, arte étnico. Estuve en su casa y me dejaron retratar todas sus cosas", explica.


La saga de la Leica. Como Carlos Saura, Rafael Navarro también colecciona cámaras de fotos. Durante años, adquirió muchas de todo tipo, pero desde ha algún tiempo se ha centrado en las Leicas. Tiene todos los modelos y variaciones, y ahora suele trabajar con una. Enseña su vitrina y coge una en concreto:"esta es la Leica de nuestro gran amigo Ángel Fuentes. Éramos muy amigos y hemos sentido muchísimo su muerte, tan inesperada", dice.


Reporteros. A Rafael le gustan más los fotógrafos de arte que el trabajo de documentalista. Una de las excepciones es Eugene W. Smith, el reportero que estuvo en España y que, en un contexto bélico, captó imágenes estremecedores de niños vietnamitas. Rafael coge sus catálogos y los acaricia con mimo. Igual que hace con Harry Callahan o R. Groebli.


Otros maestros. La parte de abajo está dividida en dos partes: el gran estudio de 150 metros, y otra parte de 100 metros cuadrados, repartida en tres partes: catálogos y pruebas del propio autor; el almacén y el laboratorio. "Aquí estoy bien, aunque mi estudio grande está en La Muela".