Tsvietáieva, 'Diarios' moscovitas

Selma Ancira traduce para acantilado un libro fragmentario de la poeta
Tsvietáieva, ‘Diarios’ moscovitas

Portada de Diarios moscovitas de Marina Tsvietáieva
Tsvietáieva, 'Diarios' moscovitas

Marina Tsvietáieva (1892-1941) está considerada la gran poeta rusa del siglo XX, junto con Anna Ajmátova. Se publican ahora sus ‘Diarios de la Revolución de 1917’. En ellos vemos su idolatría absoluta por Goethe, un dios. Marina conoció a Rilke, y este le dedicó un poema. "También los dioses de abajo reclaman loas, Marina".


Pero la revolución soviética se llevó por delante todo este mundo. Tolstoi muere en 1910, Chéjov había muerto en 1904. Son las dos grandes figuras que culminan el espléndido siglo XIX de la literatura rusa, desde Pushkin y Gógol hasta Turgueniev y Dostoievski. Marina se identifica sobre todo con Gógol y Pushkin, los popes y las celestinas que pululan por su ‘Diarios’ son remedos de ‘Almas muertas’, la gran novela de Nicolai Gógol.


El tono y la intensidad lírica de estos ‘Diarios’ resultan en conjunto bastante caóticos, ignoro si el mérito es obra de la autora o de la selección de fragmentos llevada a cabo por la traductora Selma Ancira. Lo mejor del libro son ciertos fogonazos líricos, como de una cabeza que ya no rula o funciona bien, sometida a los embates de unas circunstancias adversas. La hambruna de Moscú, con una escena repulsiva de una especie de almacén o cripta de patatas podridas, donde

Marina escarba buscando comida, y casi simultáneamente, se nos cuenta dónde está la casa de los Rostov, en ‘Guerra y paz’, o el entierro del actor Stajovich, autor de aforismos rusos, como "savoir- mourir", versión rusa del francés "savoir-vivre", despedido por un discurso de Stanislavski, el creador del Teatro del Arte, donde se estrenaron todas las tragicomedias de Chéjov.


Hay una escena deliciosa entre Marina y el actor Stajovich. Ambos se admiran mutuamente, pero esa admiración nace de un equivoco hilarante. El actor se sabe de memoria mil versos, pero su memoria no está muy fina, no recuerda bien los versos de Marina, y le pide que ella se los recite. El gran actor quizá finge, los actores ya se sabe, fingen en escena, y fuera de ella. Como casi todo el mundo. No en vano, en inglés se dice "play", en francés "jouer", los actores juegan a fingir.


La escena es muy divertida y Marina la resuelve con una frase que concentra todo el humor negro ruso del mundo. "¡Yo no he escrito esos versos y él no los recuerda!". Dan ganas de remachar la escena con los versos de Rilke: también los dioses necesitan echar unas risas. Marina se consideraba una alemana rusa, pero había vivido también en Francia, y cita unos versos de Lamartine, "pauvre ange qui perdra son ciel". Y en cierto modo, pese a la caoticidad fragmentaria del conjunto del libro, advierte uno algunas felices conexiones en el curso de este viaje infernal por la Revolución moscovita de 1917. Por ejemplo, en la cripta de las patatas, se nos pinta a dos armenios que armados de una balanza, pesan los tubérculos putrefactos, y Marina nos dice con ojo de lince lírico.


Uno de ellos llevaba una capa blanca, que con el roce pringoso de las patatas arcillosas, parece una hiena moteada. Y añade este deliciosa perversidad, parecía el Arcángel en el Juicio Final, pesando las almas de justos e injustos. Un arcángel comunista.


En suma, un libro que, pese a ser muy fragmentario, contiene algunas páginas dignas de muy atenta lectura.