Entre silbatos y manoplas

contracrónica Un árbitro excesivo con el reglamento ajustició al Zaragoza con una roja inexistente a Jaime y dos expulsiones perdonadas a Aitor y su pie de acero en un partido que tuvo su desenlace en una desafortunada indecisión de Óscar Whalley. El equipo aragonés fue notablemente superior, pero esos dos factores lo condenaron

Pablo González Fuertes, el árbitro del partido de ayer, a la derecha de la imagen. diario de burgos
Entre silbatos y manoplas

Que un futbolista como Jaime se marchara a la ducha expulsado por lo que González Fuertes entendió que hizo, mientras que otro como Aitor, el rubio lateral derecho del Mirandés, completara el partido después de casi deshacerle el tobillo a Pedro explica con claridad el punto de perversión que puede alcanzar la justicia de un colegiado. Al Zaragoza no le arbitraron ayer en Miranda, sino que le ajusticiaron. Hay veces que las decisiones de un árbitro nunca se sitúan a la altura del análisis real del juego, del fútbol que se produce en un partido. Son las más.


Casi siempre este factor incontrolado está por debajo de las causas y consecuencias del juego de un equipo, de sus deméritos y aciertos, de su errores y sus virtudes. Pero ayer no fue así. El Zaragoza tiene todo el derecho a reclamar que ayer el partido lo determinó Pablo González Fuertes, un árbitro asturiano (gijonés y habitual colegiado del Sporting en sus presentaciones) que arruinó la tarde al equipo aragonés. Influyó como ninguna otra circunstancia. El Zaragoza fue mejor que el Mirandés, impuso su idea, la ejecutó bien, disparó más, acumuló mejores ocasiones, resolvió bien sus labores defensivas con un Cabrera impecable por arriba, se adelantó... También se le pudieron detectar ciertas aristas: que no controlara mejor su ventaja, que el banquillo se hubiera movido antes, que no manifestara mayor puntería... Nada que no quede bajo el incierto peso de lo condicional y nada al nivel del verdadero juez que torpedeó la victoria del Zaragoza: el árbitro.


Lo destrozó con su mediocridad, asaltándolo y evidenciando que su caso no es como el de tantos otros futbolistas frustrados metidos a la labor del silbato y el reglamento. Si así hubiera sido, si González Fuertes alguna vez jugó un minuto al deporte sobre el que decide lo que está bien o está mal, jamás hubiera expulsado a Jaime por lo que lo expulsó y hubiera dejado, en cambio, en el campo a Aitor y su cuchilla en los pies.


Pedro se comerá los polvorones sin apoyarse en unas muletas gracias al ligero centímetro que elevaba su tobillo derecho de una posición menos vertical. De lo contrario, Aitor le hubiera arrancado hasta el astrágalo. A veces, para acertar en algo, hay que equivocarse una vez. Pero tampoco este es el caso de González Fuertes. En ese pisotón descarnado de Aitor, el árbitro le condonó la tarjeta roja a cambio de una amarilla. Un error que aún multiplicó su peso solo unos minutos después: Aitor agarró a un jugador del Zaragoza con descaro y aun así González Fuertes, que lo vio y dio la ley de la ventaja, tuvo misericordia del lateral derecho del Mirandés: no le sacó la segunda amarilla.


La increíble historia en la que Aitor terminó su partido cobra todo su esplendor cuando se pone al lado del destino de Jaime en Anduva. El manchego llevaba una amarilla y podría parecer una inconsciencia que arriesgara con una fingida caída en el área. El primer golpe de vista hasta engaña con ello. Pero las imágenes desvelan que no hay intenciones tramposas en Jaime. Enfila la portería, le salen obstáculos, codea y cae. Hasta algún compañero reclamó penalti. No lo fue, como tampoco fue un salto de trampolín a la piscina. Así lo interpretó, no obstante, González Fuertes.


Dejó al Zaragoza con diez y le complicó la resistencia de su ventaja. En el fútbol, los debates que no avivan los árbitros, los suele concitar la portería. Colegiado y guardameta: nadie como ellos han alimentado tantas tertulias y tantas discusiones de taberna. Aun a pesar de la roja de Jaime, de jugar en inferioridad, el Zaragoza apenas sufrió acoso del Mirandés. Mantuvo la firmeza y todo quedó expuesto a que ningún detalle aislado desactivara su triunfo.


Esa fatalidad se concentró en la figura de Óscar Whalley, un portero de condiciones brillantes, futuro primoroso, de casa, zaragocista, un portento cuando sus acciones vienen determinadas por el instinto, pero a quien le cuesta ser dominante cuando debe tomar decisiones. Ayer, no se impuso en el área pequeña en la pelota clave del partido, un balón que debió ser suyo, a buena altura y cruzando el área pequeña. Tampoco recibió asistencia en el segundo palo de Fernández. Este tipo de jugadas son las que marcan el último mes y medio de Whalley, alejado de sus fiables manoplas de comienzo de temporada.


Whalley cuajó en lo global un buena tarde porque es un guardameta con capacidades muy acusadas. Pero la tragedia de su profesión es esa. Los porteros son como los artificieros de la policía: un solo error puede tener el precio muy alto. A Whalley le podría haber evitado el amargo trago que el árbitro hubiera observado la mano previa el centro del gol que reclamaron los futbolistas del Real Zaragoza. Pero González Fuertes, ayer, estaba a otras cosas.