Pobreza, palabra con encanto

Celebrada por académicos y pensadores, hay que señalar que el término ‘aporofobia’ se inventó para dejar claro que el miedo a los inmigrantes es, en realidad, miedo al pobre.

Dicen que la palabra del año 2017 ha sido ‘aporofobia’, que significa odio al pobre. Celebrada por académicos y pensadores, hay que señalar que se inventó para dejar bien claro que el miedo a los inmigrantes es, en realidad, miedo al pobre. No nos preocupan el moro o el negro por ser distintos, sino por ser pobres. Cuando son ricos les tendemos una alfombra para que pisen a gusto.

Pobres siempre ha habido, siendo la pobreza una fuente de creación literaria. Marx, por ejemplo, se inventó la palabreja ‘lumpen’ para designarlos. Lumpen significa trapero. La diferencia entre el lumpen y la aporofobia es que esta palabra se usa para denunciar el odio al pobre y aquella para fomentarlo. Marx odiaba al pobre porque no producía nada de valor. Lo que admiraba era al proletariado que, al estar compuesto por trabajadores, hacía, estos sí, andar las ruedas de la historia. El trapero, sin embargo, era un parásito que no merecía ninguna consideración. Hemos pasado de la apología del odio a su denuncia.

Parece pues que algo hemos mejorado, aunque, bien vistas las cosas, solo en el lenguaje. La última Encuesta de Condiciones de Vida nos dice que el 20% de los hogares españoles se encuentran "en riesgo de pobreza", una expresión engañosa, porque lo que en realidad está diciendo es que un millón y medio de personas no puede permitirse un plato con carne tres veces por semana, que 4,5 millones pasan frío en sus viviendas o que 8 millones no puedan pagarse una semana de vacaciones al año. El ‘riesgo de pobreza’ alcanza a más de dos millones de niños. La organización humanitaria Oxfam nos informa por su parte de que en España el 20% de los más ricos acapara el 44% de los ingresos totales. Eso, sin entrar en el hecho de que esa desmesurada desigualdad forma parte de una estrategia infernal que lleva a la ruina del planeta, como no deja de recordar el Club de Roma.

Estamos tan familiarizados con la existencia de pobres que hemos llegado a pensar que es algo natural, inevitable. Es verdad que la lucha contra la pobreza moviliza, sobre todo en Navidad. La sombra del mendigo ofende nuestra sensibilidad, por eso se organizan por doquier maratones de solidaridad y a la entrada de grandes centros comerciales se apostan generosos voluntarios para recoger alimentos que cubren necesidades perentorias. Nada que objetar a esas campañas caritativas que dan de comer al hambriento.

La única pregunta que cabe hacerse ante esas iniciativas es si es tan evidente que no hay nada más que hacer; si la caridad tiene que ocupar el lugar de la justicia; si la pobreza es un estado natural. Son muchos y cada vez más los que levantan la voz para decir que la pobreza en el mundo es un crimen contra la humanidad, porque la tierra tiene recursos para todos y si no llegan a tantos es porque otros se los quedan. La pobreza no es un destino sino un empobrecimiento, es decir, es el resultado de decisiones políticas y económicas que permiten al 1% de la población mundial acumular el 50% de los recursos existentes. Que esas decisiones sean en la mayoría de los casos legales, es decir, ajustadas a normas dictadas por los estados y organismos internacionales, no significa que sean humanas.

Para acabar con la pobreza no hay que ponerse de perfil, sino de frente y preguntarse si esta no constituye un atentado contra la condición humana. Si esto fuera así, la existencia de pobres indicaría pérdida en humanidad de los pobres y de los ricos. El ser humano nace desvalido pero dotado de inteligencia en un mundo rico en recursos puesto a su disposición. Esa es la condición humana. Durante mucho tiempo pensábamos que la gran amenaza era la muerte, el supremo mal. Ha llegado el momento de sustituir la muerte por la pobreza. Donde realmente se juega el sentido del ser humano es en la pobreza, porque este nace en un mundo que se le confía para que lo cuide y, a cambio, reciba de él lo necesario para vivir y, más aún, para disfrutar. Que no tenga para vivir solo puede ser interpretado como un acto violento de expropiación. La forma más cruel de expulsión de la condición humana no es privarle de la vida sino de la comida y del vestido.

Un nuevo orden económico en el mundo no es para mañana. Lo que sí puede ser para hoy es preguntarnos si hemos agotado todas las posibilidades para luchar contra esa lacra. Quizá no. La forma más eficaz de solidaridad en este momento es la contribución de los que más tienen mediante la presión fiscal. En España estamos más cerca de Rumanía o Bulgaria que de Francia o Alemania. Para pasar de la caridad a la justicia, el ciudadano que deja un litro de aceite en la cesta de solidaridad debería saludar o al menos aceptar la subida de impuestos para este menester.

Aunque el lenguaje de los profetas bíblicos nos quede un poco lejos, no está de más recordar su tono para hacernos ver que hubo un tiempo en que la pobreza era el gran tema de la humanidad: "No despojes al pobre, por ser pobre; no atropelles al humilde en el tribunal, porque Yahvé defenderá su causa y quitará la vida a sus opresores" (Prov. 22,22).