Refugiados: cinco años de pesadilla

Mueren por miles, se agolpan por millones. Son esclavizados en Libia, torturados en sus países. Y, aún así, ya han pasado de moda. Ya no hay anuncios ni campañas, ya nadie quiere saber de ellos. Solo los voluntarios y las ONG mantienen la esperanza viva, en un milagro cotidiano y sin testigos.

Una embarcación que usan las mafias para transportar migrantes
Una embarcación que usan las mafias para transportar migrantes rumbo a Italia vuelca en uno de los muchos naufragios.
MARINA MILITARE

Por un lado, nadie habla de ellos. No se citan a los más de 5.000 fallecidos en el Mediterráneo en 2016 y los 3.000 en 2017. Ni a los tres millones que se hacinan en Turquía o al millón de atrapados en el Líbano. No se habla de la desaparición de 10.000 niños en Europa. Parece que nadie hable de los refugiados y, sin embargo, están en boca de todos. Porque los refugiados son clave para lograr una coalición de gobierno en Alemania, y han sido punto fundamental de la campaña de la extrema derecha en Austria (donde el partido más racista se ha hecho con la cancillería). "Es un tema que, directamente, ha desaparecido de los medios. Hace un año, un solo tuit de un rescate generaba decenas de llamadas de medios de comunicación. Ahora, rescates de 700 personas o naufragios con decenas de muertos pasan desapercibidos", destacan desde Proactiva Open Arms, ONG española que trabaja frente a la costa libia para interceptar embarcaciones abarrotadas de migrantes.

La situación es ahora peor que en 2015. Mucho peor. Acuerdos entre la Unión Europea y países como Turquía han convertido la vida de los refugiados en un infierno. Hasta tres millones no pueden moverse de Turquía y esperan algún milagro. Otros, engañados por las mafias, viajan hasta Libia, donde son desplumados de todo su dinero, explotados laboralmente o incluso vendidos como esclavos (como denunció el mes pasado la CNN en un estremecedor vídeo) cuando ya no tienen cómo pagar el resto de extorsiones. "Y al final, cuando al fin pueden montarse en una barca y escapar, lo hacen hacia una muerte segura. Tras pagar miles de euros a las mafias y pasar un infierno que puede durar uno o dos años, se montan en una embarcación de madera o de plástico, hinchable. Les dicen: “¿Ves esa luz? Eso es Italia”. Pero no es cierto, esa luz es de una pequeña plataforma petrolera a 15 millas. Italia está mucho más lejos, a más de 300 millas. Y no se puede alcanzar con un barco semejante", asegura Regina Valero, aragonesa voluntaria de la organización Proactiva, que en los últimos meses se ha convertido en ángel de la guarda para miles de migrantes que salvan la vida gracias a la valentía de estos voluntarios.

Valero estuvo en abril y junio del año pasado, quince días en alta mar en el golfo de Azzurro, y sin ningún tipo de apoyo, ni de las autoridades libias ni de las italianas, "porque las organizaciones ahora no tenemos nada fácil trabajar, ni Italia ni Libia nos ayudan. Más bien intentan impedirlo". De hecho, un fiscal italiano acusó (sin pruebas) el año pasado a varias ONG de "complicidad" con las mafias de refugiados y entre las señaladas se encontraba la española Proactiva Open Arms. "En los últimos meses nuestro trabajo se ha entorpecido, nos han apuntado con armas, han disparado en el aire, las autoridades libias no nos dejan entrar en sus aguas... ¿Por qué? Pues porque la Unión Europea no quiere más migrantes, porque todos los esfuerzos de Bruselas van a bloquear las entradas", resume Valero. Enfermera de profesión, atiende junto al médico a los migrantes rescatados, "mujeres, niños, hombres con el rostro desencajado del terror. Personas que han viajado en una barca de madera en tres niveles, que por el peso se ha hundido parcialmente, de manera que todos los que ocupaban el primer nivel se han ahogado. Atendemos, sobre todo, quemaduras. El combustible del barco en contacto con el agua se vuelve corrosivo y tenemos que curar heridas terribles. Otras veces embarcamos a madres con hijos que todavía tienen el cordón umbilical. Y nos dicen “prefiero arriesgarme a la muerte antes que permitir que mi hijo nazca en un infierno como es Libia”", cuenta Valero.

Un testimonio que ya no llama la atención. Si hay informaciones sobre refugiados, será respecto a las políticas de Alemania o Austria o a las críticas en Francia. Eso sí, si la opinión pública ha cerrado los ojos al drama de los refugiados en toda Europa no puede decirse lo mismo de los voluntarios. Las organizaciones siguen recibiendo llamadas de solicitantes que quieren participar e implicarse en la atención médica, psicológica y física de las víctimas de las migraciones. "Estamos en la mayor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial, pero también en medio de la mayor crisis de solidaridad institucional. Nunca con tanta información y con tantos medios se ha hecho tan poco. Ylos escasos acuerdos a los que se llegan, como el reparto de refugiados por cupos, que se debería haber cumplido en 2017, aún están por verse. Mientras, más de 5 millones de personas permanecen a la espera", recuerda Ana Santidrián, voluntaria de la organización aragonesa Amigos de Ritsona. Santidrián ha hecho ya tres viajes a Grecia para colaborar en la atención de las decenas de miles de migrantes que lograron pisar suelo europeo pero no tienen posibilidad de continuar su viaje. "Y ves una evolución, calles griegas repletas de gente por la noche, personas que no tienen a donde ir y están atrapadas. Casas autogestionadas donde viven refugiados y ya no cabe más gente. En Europa no hay voluntad de ayudar y apenas se habla tampoco de los que han conseguido entrar, los que viven aquí entre nosotros, en Zaragoza, Huesca..., que sufren la criminalización, el desempleo, la imposibilidad de aprender el idioma...".

Por falta de medios, las organizaciones tampoco pueden hacer mucho para atender a estos refugiados, más que nada porque su vida no corre peligro. Cuando otros se están ahogando en el mar o  malviven en tiendas de campaña en islas griegas. Confiesan sentirse bien. "Tenemos amigos y en seis meses no hemos tenido ningún problema. Estamos mejor aquí que en Alemania", contaba en una entrevista a Heraldo Yousef Shahibar hace unos meses. Shahibar era sastre en Siria y reconocía que "después de pasar la guerra y encontrar la tranquilidad, solo nos falta el trabajo".

El acuerdo de la vergüenza

Hubo un antes y un después de marzo de 2016, cuando la Unión Europea y Turquía firmaron un acuerdo mediante el cual el gobierno turco se compromete a poner fin al flujo de personas que traviesa el Egeo hacia Europa. Lo hace a cambio de seis mil millones de euros en ayuda para el mantenimiento de los campos de refugiados en Turquía. El acuerdo, que las organizaciones han bautizado como "el de la vergüenza", puso fin a la ruta del Mediterráneo Oriental y, junto con el cierre de la ruta de los Balcanes, dejó atrapadas a miles de personas en Grecia, "y en vez de fomentar que los Estados miembros de la UE aceptaran refugiados, se apostó por crear enormes campos más allá de las fronteras europeas", resume Andrea Borja, investigadora de la Universidad de Zaragoza en cuyo informe ‘¿Refugiados de primera y segunda clase?’ advierte de la discriminación que suponen las medidas y acuerdos de la Comisión.

Un antes y un después porque, si bien la llegada de migrantes a las costas griegas se redujo en un año un 97% (de 844.282 personas, según datos de Acnur, se pasó a 21.995), se incrementó el tráfico desde las costas libias, "mucho más peligroso, ya que se trata de un país destruido por la guerra, sin un Gobierno oficial donde las mafias campan a sus anchas", resume Regina Valero. Por otro lado, la situación de los refugiados en las islas griegas es ahora dramática, ya que a partir de entonces el avance hacia otros países europeos se hizo imposible. "El objetivo es dejarlos fuera, que no entren de ninguna manera, aunque la cantidad sea mínima, aunque hablemos de 60.000 personas retenidas en Grecia, un porcentaje irrisorio en una Europa de 500 millones de habitantes –continúa Borja–. Y los que al fin entran son en realidad de un país determinado. Se crea una doble discriminación, porque otros muchos que vienen de países también destruidos no pueden entrar ahora", señala Andrea Borja.

Todos pierden. Menos la mafia. Esos han ganado millones, cientos de millones, extorsionando a refugiados que han entregado todos sus ahorros en un viaje a ninguna parte. "Algo turbio tiene lugar cuando llegan todavía barcos con migrantes a las islas griegas. Primero han de pasar a través de la línea de guardacostas turcos, después la del Frontex y, finalmente, la de guardacostas griegos. Todo en un estrecho de apenas 16 kilómetros", considera Ángela Simón, voluntaria aragonesa de la ONG Proemaid. La organización trabaja, sobre todo, en la isla de Lesbos, donde se agolpan hasta 8.300 solicitantes de asilo en un espacio concebido para 1.300 personas.

Ángela Simón está en el Proyecto Agua, que consiste en la reconciliación de los niños con el mar. "Cruzar ese estrecho es una experiencia traumática en la que muchos pierden la vida. Son embarcaciones absolutamente inadecuadas, ‘dinguis’ hinchables. Les ponen además a los ocupantes chalecos salvavidas falsos que no mantienen a flote, y ninguno sabe realmente cómo manejar la barca. Muchos ni siquiera saben nadar. A nosotros nos puede dar la impresión de que la llegada a Europa es el inicio de su viaje, pero para ellos, en realidad, sería el final". Y narra cómo sería el devenir, por ejemplo, de una familia iraquí que huye del terror del Dáesh (el autodenominado Estado Islámico). "Han tenido que cruzar desde su país hasta llegar a Turquía, lo que supone enormes riesgos y el desembolso de dinero todo ese viaje, que puede llevar meses. Después, al llegar a Turquía, contactan con las mafias, que piden una gran cantidad de dinero, unos mil euros por persona. Tienen entonces que esperar días encerrados en un almacén, hasta que al fin les dicen que pueden embarcar. Y todo, para montarse en una barca hinchable con un chaleco falso en un mar que se los puede tragar". El mismo pasaje, por cierto, cuesta 20 euros en un ferri para los privilegiados ciudadanos turcos y europeos.

Ángela Simón es un rostro amable en el triste campo de Lesbos. Con ella pueden jugar los niños, "al principio tienen muchísimo miedo al agua, pero poco a poco se van aventurando, hasta que entran incluso sin manguitos. Solo el hecho de estar con ellos, de jugar, es positivo. Algunos llevan demasiado tiempo sin poder jugar". En Lesbos hay tres campos, el de Moria (el más grande, con 7.000 personas en un espacio para 3.000), el de Kara Tepe y el de Pikpa. En este último, donde sitúan a personas más vulnerables (enfermos crónicos, por ejemplo), enseña Simón a nadar. "También a mujeres que nunca se habían bañado en el mar. Nos lo pidió una que, al vernos con los niños todos los días, se acercó por si podíamos enseñarle y finalmente aprendió. Además, lo mejor de todo fue que se le unieron más mujeres y acabamos dándoles clases a muchas otras. Mujeres en cuyos países no tienen permitido bañarse en piscinas, así que fue algo increíble". Otro milagro cotidiano. Y desapercibido.

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