Adiós al cineasta y escritor Alfredo Castellón

El director de ‘Platero y yo’ y ‘Las gallinas de Cervantes’ ha muerto hoy en Madrid. Fue uno de los pioneros de TVE y deja una valiosa obra literaria

El cineasta, escritor y dramaturgo Alfredo Castellón, en un retrato de archivo.
Adiós al cineasta y escritor Alfredo Castellón
Guillermo Mestre.

Adiós al cineasta y escritor Alfredo Castellón

El director de ‘Platero y yo’ y ‘Las gallinas de Cervantes’ ha muerto hoy en Madrid. Fue uno de los pioneros de TVE y deja una valiosa obra literaria

Alfredo Castellón Molina (Zaragoza, 1930-Madrid, 2017) ha muerto esta mañana en Madrid, en hospital Ramón y Cajal. Tenía 87 años. Enfermo de corazón desde hace años, llevaba varios días ingresado con un grado extremo de debilidad: hace muy poco, con dificultades para moverse, tuvo arrestos para presentar su último libro en el Centro Aragonés de Madrid: ‘Apólogos’, una colección de aforismos, microrrelatos y poemas en prosa donde rendía homenaje a su padre, a su madre e incluso a “algunos equívocos sin importancia” como aquella foto tomada en Collioure en 1959, en la que él solía desaparecer casi misteriosamente de aquel reino de poetas.

Alfredo ha tenido una vida muy literaria. Una infancia feliz y dichosa, presidida por la belleza de sus primas, pero luego apareció la Guerra Civil y conoció el horror en Valencia, y los cuerpos ernterrados con cal viva en la límite de las huertas de naranjos. De joven practicó atletismo, estudió Derecho y viajó por Europa. Perteneció a la generación de Alberto Portera, José Luis López Zubero, Paco Uriz y José Luis Borau, y él acabó inclinándose hacia el cine.

Estudió cine en Italia, conoció a Miguelangelo Antonioni y tomaba el té con la actriz Rosanna Podestà; en su estancia italiana conoció a María Zambrano, a la que le dedicaría textos y dos documentales; siempre dijo que le había tratado con mucho cariño. Regresó a España, ingresó en la Escuela de Cine, hizo su primer corto, ‘Un salto de agua’, y poco después entraría en Radio Televisión Española, donde estuvo desde sus inicios en 1956 en el legendario Paseo de la Habana (le dolía y le incomodaba que ahora aquellas instalaciones se derribasen para levantar viviendas de alto nivel y llamó a HERALDO para expresar su decepción) hasta bien avanzados los 80.

Hizo un sinfín de programas: más de 400 ‘Estudio 1’, ‘Novela’, ‘Mirar un cuadro’, en ‘Biografía’ rodó las vidas de Ramón y Cajal y Azorín, entre otros. Y en esos años de gran intensidad y trabajo, pudo hacer dos películas: ‘Platero y yo’ (1967), basada en el libro de prosa poética de Juan Ramón Jiménez, grabó en una de sus casas de Moguer, y ‘Las gallinas de Cervantes’ (1987), la adaptación de un cuento de Sender sobre la vida Cervantes y sus mujeres, donde rendía claramente homenaje a Luis Buñuel, a quien siempre consideró su maestro, igual que Dreyer o Bergman. Ganó el premio Europa en 1988.

Por cierto, en ‘Apólogos’ (STI) escribió este texto sobre la experiencia de llevar al cine a JRJ: “Un grupo de amigos, de visita al cementerio de Moguer en busca del mausoleo dedicado a Juan Ramón Jiménez (un maníaco de la corrección-perfección), olvidaron sobre la piedra de su sepultura un libro suyo del que habían leído unos fragmentos. Cuando al día siguiente regresaron para recogerlo observaron, con asombro, un par de poemas corregidos, y no había duda, aquella era su letra».

Alfredo hizo muchas cosas. Fue un gran viajero y, además del cine y la televisión (el año pasado recibió el II Premio de Cine ‘Artes & Letras’), la literatura fue su gran pasión. Se sentía escritor por los cuatros costados: redactó mucho teatro para niños y para mayores que ha ido publicando, y estrenando en ocasiones, a lo largo de los años. Ahí están piezas como ‘Los asesinos de la felicidad’, ‘Las conexiones’ o sus textos últimos sobre Joaquín Costa y Colón, entre otros muchos títulos.

Pero también publicó cuentos (ahí están los magníficos relatos de ‘El ruido de una vida’) y aforismos, un género que le apasionaba y para el que estaba especialmente dotado, como se ha visto en ‘Apólogos’, un volumen humilde, inspirado, autobiográfico, presidido por una gran belleza, una finísima ironía y manejo de la memoria y el sueño. «El hombre escéptico es un realista, el realista un pragmático, el pragmático un limitado, el limitado un pobre hombre, el pobre hombre un prescindible y el prescindible una tumba. Saque conclusiones, pero sin levantar el pie de la serpiente», dice con humor y fantasía. A principios de los años 90, escribió a cuatro manos el guión de ‘San Manuel Bueno, mártir’, con Julio Alejandro de Castro, guionista de Luis Buñuel, al fin y al cabo, Alfredo solía verse a sí mismo “al borde del surealismo, donde me siento cómodo”.

Anduviese por donde anduviese, jamás perdía Aragón de vista. No solo regresaba, buscaba y llamaba a los amigos, sino que llamaba una y otra vez para saber qué pasaba. Ahora serán sus amigos quienes pregunten por él y quieran saber de qué se ríe allá lejos con su inmensa risa candorosa de hombre bueno y generoso, con aire perpetuo de galán, que soñaba poemas mientras daba un largo paseo todos los días. Era su manera de hacer ejercicio: pensar, soñar, sentir, atrapar toda la belleza del mundo. Mañana será objeto en Madrid de un homenaje de despedida.

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