Por
  • Marisancho Menjón

La ermita de la Liena

La primera vez que la vi, Nicolasa estaba junto a la balconada de la ermita, con la preciosa vista de la Galliguera al fondo, y llevaba una mariposa en el pelo. Hablaba con una hija de Murillo emigrada a Francia y nos esperaba para abrirnos la puerta. Nicolasa, que se toma la vida con humor y dice las verdades llanamente, se ufana de no haber dejado a Ramón Gudiol, a comienzos de los años ochenta, que se llevara las pinturas de la Liena. Esa ermita es del pueblo; o más en concreto del barrio alto de Murillo de Gállego, porque son sus vecinos quienes se han ocupado siempre de atenderla. Generación tras generación la han cuidado, reparado, acudido a salvarla. En los años ochenta repusieron la balconada y sus pilares, la cubierta, una pared que se vencía, todo por sus propios medios. A ver quién les podía ir a decir un día, y menos a Nicolasa, que se les llevaban las pinturas.

La ermita de la Virgen de la Liena es del siglo XV, aunque su origen se remonta al X, cuando fue construido el castillo que protegía la localidad. Tiene una nave cubierta por techumbre de madera a dos aguas, apoyada sobre arcos diafragma de perfil levemente apuntado. Su suelo es espectacular, hecho a base de cantos rodados que forman preciosos dibujos inscritos en grandes círculos. La cabecera, plana, va cubierta de pinturas murales que son una delicia: están dedicadas a San Bartolomé, la Virgen y Santa Ana y representan las escenas de su vida y milagros como si fueran tres retablos, en un estilo popular no exento de calidad. Fue una forma barata de dotar de mobiliario litúrgico a la iglesia: si el pueblo no podía encargar retablos en madera, se podían pintar en el muro imitando la mazonería, los pináculos y doseletes, las inscripciones y hasta los fondos dorados. Una preciosidad.

Nicolasa no sabe quién le dejó la llave de la ermita a Gudiol ni quién le dio permiso para arrancar las pinturas. Solo sabe que las iba separando del muro "con unos paños" y las colocaba luego ordenadamente en el suelo, delante del altar. No hacía mucho que se habían descubierto o, al menos, que alguien de fuera se había enterado de lo que todos en el pueblo sabían ya: que debajo de la cal, en la pared de la cabecera, había pinturas antiguas.

Nicolasa no se fiaba. Le habían dicho que se las iban a llevar a restaurar a Barcelona, así que habló con Gudiol mientras este trabajaba. "¿A Barcelona se las lleva?". "Pues sí, señora". "¿Y qué imitación nos devolverán de allí?". "¿Cómo dice?". "Mire usted: lo que se va a Barcelona ya no vuelve; así que si quiere sacar las pinturas, habrá de pasar por encima de mí". Asegura Nicolasa que Gudiol no apeló a ningún permiso municipal ni del obispado y que solo sonrió, sin contestar. Pero que las pinturas no salieron de Murillo. Su marido, Jesús, concreta la fecha: fue a principios de los ochenta. Gudiol, en efecto, no sacó del pueblo las pinturas sino que las restauró allí mismo, en el Parador. Las dejó traspasadas sobre unos paneles de madera y se marchó.

Tuvo que colocar los paneles en el muro un carpintero del pueblo que, según parece, no hizo un trabajo del todo fino. Con la restauración posterior de la ermita, además, la superficie del muro que no tenía pinturas fue cubierta con una capa de cemento. Y ahora las pinturas se están levantando de su soporte. Marta, la alcaldesa, profesora de secundaria titulada en restauración (bueno, ahora es diputada), señala agudamente los problemas: los actuales y los derivados de un traspaso hecho con menos cuidado del necesario. Sobre la capa pictórica hay acumulaciones de cola e incluso restos de la tela empleada para el arranque.

Falta por saber qué ocurrió en realidad con esas pinturas, quién dio la orden de arrancarlas y por qué fueron separadas de su soporte original para volverlas a colocar sobre el muro acto seguido. Todo esto hay que averiguarlo en los archivos. Pero lo cuento ahora porque es necesario llamar la atención de las instituciones: esas pinturas necesitan ser restauradas. Ya.

Lo cuento también para agradecer sus desvelos a Nicolasa, a Jesús, a Marta y a la gente de Murillo de Gállego. Gracias por haber cuidado del patrimonio, por haberlo preservado tantos años, por contribuir a mantenerlo con vuestras propias fuerzas y con tanto amor.