Canto (y llanto) por un faro imprescindible

La cantidad de creadores que han pasado por la sala CAI Luzán es inmensa.

Sala CAI Luzán. Más de 50 años, a la vanguardia de la cultura
Sala CAI Luzán. Más de 50 años, a la vanguardia de la cultura
Archivo de Heraldo

Si alguien, en vísperas de la hora del adiós, hiciese un inventario de todo lo que ha significado la sala CAI Luzán, en Independencia 10, no daría crédito o quizá no sería capaz de abarcar en varios minutos cuánto se ha visto y oído, la cantidad de creadores que han pasado por ahí, la cifra de actividades de toda índole que ha registrado, el hontanar inmarcesible de emociones y sentimientos. La sala CAI Luzán, con Paco Egido, con Fernando García Mercadal, con Antonio Abad y Olga Julián, ha sido escenario y sala de conciertos, local de grabación, centro de conferencias y charlas, sala de cine y refugio del Cineclub Gandaya, santuario de debates y discusiones, vivero de algunas polémicas o maldecires (como aquellas palabras o palabrotas de Paco Rabal), y ha sido, sin duda, uno de los grandes laboratorios y escaparates del arte contemporáneo con cabida para todos los movimientos, casi todas las generaciones y una presencia aragonesa constante.

Recordarán, gracias a los trabajos y los días de Paco Egido -que exudaba arte por todos los poros, y no es una frase amable para él: es la verdad-, que cada cierto tiempo se organizaba una colectiva de artistas aragoneses que luego, año tras año, eran objeto de una exposición individual. Ángel Azpeitia Burgos documentó ya hace años el incesante batallar estético de la CAI Luzán, su buen gusto, el cuidado de los catálogos, y la apuesta por el debate inter generacional. El 28 de octubre de 1977, al abrigo de Federico Torralba, se organizó una exposición que dio mucho que hablar con Antonio Saura, Fermín Aguayo, José Orús, Manuel Viola, Salvador Victgoria y Pablo Serrano.  Marcó una época y un método; desde entonces, muchos creadores aragoneses –fotógrafos, pintores, dibujantes, escultores…- presentarían en ese lugar prestigiado y prestigioso su obra. La nómina es infinita: los artistas de Azuda-40, Julia Dorado, Vera y Sahún Gay, Cerdá, Eduardo Lozano, Ignacio Mayayo, Ángel Aransay… Seguiríamos escribiendo un rato largo, prácticamente hasta Alejandro Cortés y Cristina Huarte, por hablar de artistas jovencísimos.

En la CAI Luzán dio su último concierto en 1979 la pianista Pilar Bayona; luego sería arrollada. Y en los últimos por ahí pasaron María José Hernández, Joaquín Pardinilla, Miguel Ángel Remiro, tan distintos y complementarios; aquí se desarrolló, y aún se desarrolla, ProyectAragón, ese sueño de la dinámica Vicky Calavia. Aquí se despidió en un acto emocionante al entrañable Eduardo Salavera.

El cierre de la sala Luzán es una mala noticia para la ciudad. Muy mala. Tan mala como la transformación del cine Elíseos o la muerte por inanición, pereza y desconcierto del Fleta, ese laberinto de sombra y ineptitud institucional.  Perdemos un lugar emblemático, acogedor, central, cargado de historia, de memoria, de latido, de humanidad. El escritor César Aira ha escrito en ‘Sobre el arte contemporáneo’: “Nadie negará, y yo menos que nadie, que el tiempo es uno de los elementos que hacen al arte (…) La obra de arte necesita de la Historia para efectuar sus transformaciones”. La sala CAI Luzán ya era memoria y pálida certeza de presente, un solanar para todos los espectadores y todas las incitaciones. Ahora aún lo será más: desaparece en los dedos desalmados del olvido. Y alguna vez, cuando estemos serenos, nos daremos cuenta de que este adiós nos deja más huérfano el corazón. Y que hay lugares en Zaragoza que invitan suavemente a las lágrimas porque es como si perdiéramos un trozo del paraíso, pizcas de la mejor vida sentida.

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