Así comienza 'Vaciar los armarios'

La nueva novela de Rodolfo Notivol aborda la vida de una familia con nueve hijos a lo largo de 80 años.

Rodolfo Notivol se ha inspirado en su propia familiar para contar una historia de padres e hijos en Zaragoza.
Rodolfo Notivol se ha inspirado en su propia familiar para contar una historia de padres e hijos en Zaragoza.
José Miguel Marco

‘VACIAR LOS ARMARIOS’. Rodolfo Notivol. Xordica. Zaragoza, 2016. 387 páginas.


Por Rodolfo NOTIVOL


Si estaba enfadada o tenía un mal día y uno de nosotros se acercaba a darle un beso, mi madre decía:


—¡El beso de Judas!


Y tenías que ser tú quien lo hiciera todo, porque ella ni se molestaba en poner la cara.


Otra cosa que le gustaba hacer era amenazar.


—Ya verás cuando subas —decía, asomando medio cuerpo por la ventana del comedor cuando estábamos en «el jardín»—.Te voy a arrancar la piel a tiras.


Y lo decía tan convencida que llegabas a creerte que era capaz de hacerlo.


Luego, conforme fuimos creciendo, antes de salir de casa, venía el «pase de revista», solo para las chicas. Si te pintabas, llevabas medias, un poco de tacón o la falda a la altura de las rodillas eras «una guarra», «una marrana» o, si el día estaba especialmente malo, «una zorra» o «una cualquiera».


También había que tener cuidado con las supersticiones.

Salvo los domingos, para postre, si era temporada, mi madre siempre comía naranjas; la única fruta que le gustaba. Las comía ácidas; cuanto más ácidas, mejor. A nosotros nos obligaba también a comerlas de aquella manera. Le gustaban tan ácidas que cuando te metías un gajo en la boca los ojos se te llenaban de lágrimas. Y entonces ella decía:


—¡Mejor, así se os limpian!


Y también decía que aquellas naranjas tan ácidas nos harían más fuertes, que eran ácidas porque tenían más vitamina C y que sin vitamina C no se podía vivir, que se lo había dicho el doctor Valtierra. Pelaba las naranjas con mucho cuidado, con cuchillo, haciendo espirales con la cáscara, y si conseguía desprenderla en una sola pieza, la tiraba al suelo y la pisoteaba. Aquello atraía la buena suerte, según ella. Pero si entrabas en casa con el paraguas abierto o lo abrías dentro para jugar o para que se secara, te daba un bofetón y te mandaba cerrarlo de inmediato, porque eso era «gafe» y lo «gafe» daba mala suerte. Y, después de darte el bofetón, tocaba una mesa o algo de madera que tuviera cerca y repetía: «¡Lagarto, lagarto!», porque aquellas palabras ahuyentaban el «gafe».


Otra cosa que mi madre hacía a menudo era entrar en los quirófanos. «Una vez al año por lo menos», parecía decirse. Parió nueve veces y la operaron veintitrés. Del hígado, de la vesícula, de los intestinos, de sus partes íntimas.


—Esta es la diecisiete —decía con orgullo a las visitas, como si aquello fuera una competición.


Y, por si quedaba alguna duda, pedía a los médicos los puntos y los cálculos que le iban quitando, los guardaba en un frasquito de cristal y se lo enseñaba a aquellas visitas.


—Mirad todo lo que me han quitado —les decía.


Cuando volvía a casa, se los llevaba. Los pasaba a un frasco más grande en el que guardaba los de las operaciones anteriores y los dejaba detrás de la navaja de afeitar de mi padre, en un aparador que había sobre el lavabo. Cada vez que nos lavábamos las manos, veíamos allí aquellos puntos negros sobre aquellas piedras diminutas, como hormigas corriendo por la playa. Mi padre, de vez en cuando, protestaba al verlos, pero no se atrevía a tirarlos porque mi madre les daba otro uso: mientras mis hermanos eran pequeños, sacaba el frasco y lo agitaba delante de sus caras como un sonajero.


—Cuchicuchicuchi —decía.


Y es que creo que le gustaba presumir de las cosas malas que le pasaban, que quedara constancia de lo desgraciada que era. Y eso a mí me ponía de los nervios. Aunque es cierto que no recuerdo haberla visto feliz demasiadas veces. Quizá mientras comía. Le gustaba mucho comer. Le gustaban, sobre todo, los dulces, las acelgas y las migas que preparaba mi padre, pero su pasión era el arroz con leche. Los domingos, después de comer, sin faltar uno, pasara lo que pasara, aunque se hundiera el mundo, era el momento del arroz con leche. ¡Y era el mejor momento de la semana! Lo hacía ella misma y le salía riquísimo. Con mucha canela, cubierto de galletas María y con un trozo de cáscara de naranja escondido entre los granos. Y era una pasión compartida; ni uno solo de mis hermanos dijo nunca que no a uno de aquellos tazones de arroz con leche. Además, claro, también le gustaba mucho gritar. Le encantaba soltar juramentos y decir «rediós». Pero no le gustaba nada planchar, lavar, coser, fregar o cualquier otra cosa que tuviera que ver con trabajar o con las tareas de la casa.


Si tuviera que escribir una lista con las cosas que le gustaban hacer a mi madre y con las que no, las que acabo de decirte serían algunas de las que apuntaría primero. Pero si me preguntaras por la cosa que ella hubiera preferido de todas las del mundo, diría que estar lejos de nosotros. O, al menos, así me lo parecía a mí a veces.

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