Corrupción

Los escándalos de corrupción que sacuden al PP desvelan una triste evidencia que habría de obligar a Mariano Rajoy a tomar medidas tajantes y ejemplarizantes para acabar con una práctica muy extendida. No se comprende el silencio del presidente.

En cualquier democracia europea el presidente del Gobierno habría comparecido rápidamente en sede parlamentaria para ofrecer unas precisas explicaciones. La condición mayúscula del escándalo, el daño ocasionado al sistema de partidos y hasta el simple pudor exigían no solo una severa petición de disculpas ante la opinión pública, sino el anuncio de una larga relación de actuaciones para acabar de raíz con una práctica que se ha demostrado en el PP tan extendida como firmemente instalada. El silencio de Rajoy, descontadas unas declaraciones sueltas, alimenta todo tipo de interpretaciones y descubre una triste debilidad para atajar la corrupción.

El presidente, que convive con la suerte y la resistencia personal como dos de sus mejores aliados, ha logrado tomar aire gracias a Podemos. La paradoja describe que la propuesta de moción de censura lanzada el pasado jueves por la formación de Pablo Iglesias, más preocupada por descolocar al PSOE que por acorralar al PP, ha servido para desviar el foco de atención hacia las tensiones internas en las que están inmersos los partidos. Iglesias creyó descubrir una oportunidad mediática para apropiarse de un momento político que, finalmente, solo terminó por satisfacer a los suyos. Con el deseo de Podemos de forzar la situación hacia un interés estrictamente partidista se perdió la oportunidad de que la Cámara mostrase un rechazo global.

La falta de respuesta de Rajoy ante este último caso de corrupción también deja al PSOE en una situación incómoda. Comprometida la gestora socialista con la necesidad de dotar a España de un gobierno, la inexistente asunción de responsabilidades por parte de los populares permite refrescar las ya de por sí siempre activas tensiones internas en el PSOE. Los discursos mantenidos en el ‘no es no’ recuperan vuelo cuando Rajoy piensa en exclusiva en cómo capear el vendaval desde su partido y no repara en una visión global de la política nacional.

Tras el escándalo Bárcenas o la trama Gürtel parecía obligado pensar que el PP habría corregido en algo sus mecanismos internos de control –no se puede ignorar que fue Cristina Cifuentes (ahora enfrascada en la carrera por la sucesión de Rajoy) quien llevó la corrupción en el Canal de Isabel II ante la Fiscalía–, pero la evidencia descubre que en este último caso, ceñido a la etapa de Rajoy y abiertamente conocido desde hace años, no se hizo nada por cortarlo a tiempo.

Tan incomprensibles como el robo a gran escala han sido las filtraciones que se han producido desde el Gobierno, así como la connivencia afectiva demostrada con los delincuentes y todas las presiones ejercidas contra los fiscales anticorrupción. Aquí no cabe excusa alguna. Se puede llegar a pensar benévolamente que desde la cúpula del PP no se tenían las pruebas definitivas para abrir una investigación, una situación harto improbable, pero lo que resulta incomprensible es que el presidente no tome cartas en el asunto referido a la falta de respeto demostrado hacia la investigación y la independencia de los fiscales.

Descubrir cómo el fango de la corrupción emponzoña la vida pública resulta descorazonador, pero advertir esta falta de reacción es, sencillamente, dramático. Puede que el actual equilibrio de fuerzas esté frenando circunstancialmente los grandes movimientos políticos vividos en el pasado –los mismos que activaron la aparición de Podemos y Ciudadanos–, pero convendría que Rajoy reparase en que de lo que se está hablando es de la reputación del sistema democrático.