Quince días de convivencia

A bordo del Golfo Azzurro viajando hacia Sicilia.

Quince días de convivencia
Quince días de convivencia
Gervasio Sánchez
Gervasio Sánchez

Gervasio Sánchez

Convivir en un espacio cerrado no es fácil, menos cuando el espacio es un barco en alta mar. Catorce voluntarios, dos periodistas y cuatro miembros de la tripulación desayunan, comen y cenan cada día, se pueden duchar cada dos días, utilizan camarotes de cuatro y seis personas con apenas espacio para dejar las pertenencias personales. Tienen que compartir lavadoras una vez a la semana, hacer guardias diurnas y nocturnas, tenerlo todo preparado para abordar las lanchas rápidas y salir en búsqueda de náufragos a cualquier hora del día o de la noche.

Los días de rescate son intensos. Hace dos domingos fueron diez horas transfiriendo a centenares de personas de barcazas de goma o madera a lanchas rápidas en grupos de veinte, y de allí subirlos por una escalera al Golfo Azzurro, el barco nodriza. Ayer el número de horas de trabajo se duplicó: el rastreo de un bote a la deriva empezó a las tres de la mañana y a las ocho de la tarde el barco salía con 497 refugiados hacia Sicilia.

Son situaciones en los que hay que actuar con paciencia y nervios de acero durante muchas horas. Dejar a un lado de las emociones, evitar involucrarte más de la cuenta para no perder la efectividad. En rescates de 20 horas, los socorristas nunca abandonan la lancha. Beben, comen, se mean encima en los trajes de neopreno, se emocionan, lloran. El dolor nunca se diluye lo suficiente para que la experiencia te sirva como escudo. Hasta los más longevos se emocionan cuando encuentras a seres humanos asidos a un trozo de goma desinflado que puede convertirse en un ataúd perdido en el fondo del mar si se hunde antes de ser rescatados.

Ha habido rescates de muertos. Náufragos que se han ahogado antes de la llegada de los equipos de salvamento. Seres humanos que han dejado historias inconclusas, que hay que acondicionar en una zona aislada del barco. Personas que serán enterrados como NN (sin nombre) si viajan solos y nadie conocen su identidad. No es igual regresar a Sicilia con centenares de sobrevivientes que con algunos muertos. Es la diferencia entre el trabajo bien hecho y el fracaso aunque no sea responsabilidad directa de los voluntarios.

Los voluntarios se comprometen con las misiones de salvamento por razones diversas. Quieren ayudar y también experimentar. Aportar su experiencia en la montaña de dolor que han visto en los informativos. Aunque solo signifique un grano de arena en una cadena de desesperación que mide miles de kilómetros.

Igone Mariezkurrena, la cocinera, piensa que esta misión “va a ser un punto de inflexión en mi vida y me va a obligar a cambiar mis hábitos”. Siente que ha interiorizado la crisis y ha conseguido ver a los refugiados como personas en vez de números. Lo más duro ha sido el final del viaje y el trato poco humano que reciben cuando desembarcan en Sicilia. “Los numeran, les grapan el número en sus ropas prestadas, les sacan fotos de frente y de perfil y les toman la temperatura con un artefacto que parece una pistola”, explica. “Sabes que es mejor no implicarte, pero cuando los ves abandonar el barco, te sientes huérfana de unas personas con las que has compartido muchas horas de navegación desde que fueron rescatadas”, reflexiona.

Faustino Marta se siente privilegiado aunque piensa que no todo el mundo está capacitado para hacer un trabajo como este. “He tocado a los 261 náufragos que viajaban en la misma barcaza. Los he ordenado y he conseguido que se mantuvieran tranquilos para que el barco no capotara”, recuerda. Es partidario de que personas sensibilizadas, pero no capacitadas para hacer un trabajo tan profesional como es salvar vidas de náufragos, centren su esfuerzo en crear un estado de opinión que obligue a actuar a las autoridades políticas.

Jesús Gálvez cree que la experiencia de participar en un rescate “te permite darte cuenta de lo importante que es la vida, de que se puede vivir con poco y de que hay que disfrutar de todo lo que tienes”. El peor momento es cuando te acercas a la barcaza a punto de zozobrar y ves los rostros de miedo de los refugiados que llevan horas a la deriva y viajan sin chaleco salvavidas. “Trabajamos en un punto del Mediterráneo reconvertido en una sepultura. Es un golpe a la conciencia de cada uno. Lo peor es que al verlo a través de la pantalla se convierte en una rutina, en una sensación irreal”, explica este médico de urgencias.

María Villar es la enfermera encargada de hacer la selección de los refugiados, conocer su edad, su nacionalidad y preguntarles si están enfermos. Pero también es la primera que anima a los refugiados y le encanta bailar con ellos. Es una bomba de energía que ya está pensando en su siguiente misión: irse a algún país varios meses. Igual a Afganistán porque la atrae ciudades como Kabul y Kandahar. “Reconforta mirarles a los ojos y sentir su agradecimiento por participar en su rescate. Les da voz, les das cariño y creas un vínculo bestial con personas que me parecen admirables”, explica la joven bilbaína. Un refugiado le dijo: “Te doy mi corazón”. Y al preguntarle por qué lo hacía, su contestación la dejó muda: “Tú me has salvado la vida”.

Guillermo Cañardo, jefe de la misión y uno de los más experimentados rescatadores del Mediterráneo con doce  misiones de 15 días a sus espaldas, afirma “que buscar refugiados me satisface como ser humano y me permite convivir con tripulaciones y voluntarios de gran calidad humana y profesionalidad”. Considera que es imposible transmitir lo que se siente si no vives la experiencia de encontrarlos “en medio del mar, sin tierra a la vista, sentir su desesperación” y, a veces, “no te queda más remedio que seleccionar a quien salvas porque llevas las barcas atiborradas, ver cómo te muestran bebés en alto y tú tienes que tomar la decisión de regresar sin más personas”. Pero la conciencia es como un clavo ardiendo y horas después incide para que te preguntes “si podrías haber hecho algo más, si cabía uno más en la lancha y te ves absorbido por la rabia, la impotencia y la frustración”.

Xavier Caralt cree que una misión en el Mediterráneo “te hace sentir útil y un testigo afortunado y, además, te permite darte cuenta de la realidad de personas invisibles de las que no sabríamos nada si no hubiese testigos”. Es partidario de explicar al entorno lo que ocurre aunque también siente la incomodidad de las personas que no hacen nada por solucionar un drama de tales dimensiones. “Una patera es un ataúd flotante. No se pueden cuantificar el verdadero número de muertos porque no flotan ni los chalecos salvavidas deficientes que algunos llevan encima”, explica este socorrista que no tiene empacho en asegurar que “Europa es la culpable de este crimen organizado”.

Para el benjamín Sergio Covelo la misión “te permite una convivencia con personas con perfiles e ideas parecidas a las tuyas con las que acabas creando una familia”. Ha participado  en múltiples trasvases de refugiados de un bote a punto de irse a pique a un barco seguro y de allí a tierra italiana. “Conoces sus historias, persiguen la felicidad y entiendes por qué se juegan la vida. Una patera de goma en la inmensidad del mar significa que el mundo cierra los ojos y se tapa los oídos ante las desigualdades sociales y las guerras que sufren los que huyen de sus lugares de origen”, reafirma.

Austin Wainwright, natural de Tenerife, ya participó en el rescate de pateras que llegaban masivamente a las islas Canarias hace una década. “Ves a una madre con un bebé menor de un año y te preguntas: ¿Qué madre pondría en peligro a su hijito sin una necesidad real? Una patera es la máxima expresión de la desesperación. La mayoría no saben nadar, ni siquiera lleva chalecos salvavidas. Han sido enviados a una muerte segura si no son rescatados a tiempo”, reflexiona.

La socorrista Anabel Montes cree que una experiencia y una vivencia como la que ocurre cada quince días en el Golfo Azzurro “te permite conocerte a ti mismo porque sacas lo mejor y lo peor de tu comportamiento y, además, estableces relaciones más intensas y duraderas con los demás voluntarios”. Considera que es imposible hacerse una idea de lo que es acercarse a un bote de goma. “Una patera en medio de la inmensidad del mar es un grito silenciado de cientos de personas en situación desesperada, que nadie oye porque nadie escucha”, describe. La joven asturiana asegura que vive los rescates con los cinco sentidos: “Ves, oyes, hablas, sientes, tocas. No es un cristal de un televisor. Es la realidad desnuda”, finaliza.

Javier Cabra recuerda que se le saltaron las lágrimas cuando escuchó a un grupo de mujeres nigerianas cantar y rezar en la lancha rápida. “Era el canto de la salvación que me emocionó (no fue el único que lagrimeo ese día). Venía en un bote de goma que representa la huida a una vida mejor ante el fracaso en el lugar de origen por culpa de guerras o calamidades”, recuerda este joven que pensaba que “la convivencia con sus compañeros sería más difícil y, en cambio, he conocido a gente maravillosa que me han llenado y con los que me he reído mucho”.

El trabajador social Rubén Lago también cree que hay cualidades parecidas entre los voluntarios que se apuntan a las misiones y afirma que es imposible entender si no lo vives “la emoción que se siente cuando ves llegar una primera lancha con doce niños pequeños, una especie de guardería flotante, que miran asustados con miedo y desconfianza, tan agotados que los bebés ni se despiertan por el trajín”.

La doctora Marta Talayero sabía que venía a una misión con personas que no conocía pero que tenían objetivos comunes. Reconoce que ha sido muy fácil la convivencia y “me va a servir para mejorar como persona y conocerme mejor”. Cree que los refugiados “quieren sentir gestos de cariño después de haber sido tratados como animales. Sudas con ellos, hueles su pobreza, te cansas a su lado. Me motiva que la mayoría sonrían, celebren la vida a pesar de que llegan maltrechos”. Vienen sin nada, sin zapatos, con la ropa mojada que tiran en cuanto se cambian. “Este barco se convierte en la metáfora de volver a nacer”, comenta.

Jordi Villacampa está pletórico al final del viaje. Se puede decir que cada día ha sudado la camiseta como el mejor deportista. Su primer trabajo fue cortar peras para una compota. El último dar de comer arroz a 500 refugiados. “Ha sido muy duro pero gratificante. Todos nos hemos adaptado a la vida en común en un espacio limitado”, explica emocionado un hombre de casi dos metros que no tiene inconveniente en admitir que ha llorado varias veces. Su definición de un bote de goma a la deriva es impecable: “Es la dignidad pisoteada, el engaño de la mafia y la muerte anunciada y potencial”.

Oscar Camps, presidente de Proactiva Open Arms, lleva casi dos años sacando a náufragos del mar. Primero en la isla griega de Lesbos nadando con aletas, luego con las propias barcas abandonadas de los refugiados en la costa, después con motos de agua y al final con lanchas rápidas. “Hemos rescatado más de 30.000 refugiados y salvado de morir ahogados a miles de náufragos que habían caído al agua, allí donde las vidas se hunden sin ningún sentido”, comenta cuando la misión está a punto de llegar a Sicilia.

En los últimos tiempos la policía europea de fronteras, los fiscales italianos de Catania y Palermo y la guardia costera libia, una especie de grupo armado naval en un país sin estado, han acusado a las ONGS civiles de rescate de concomitancia con los traficantes y de ejercer el efecto llamada por su presencia en aguas internacionales. Osca Camps contesta sin paliativos: “Más grave es dejar morir a los refugiados  y no responder a sus llamadas de socorro. Hasta hace poco se podía esconder estas prácticas por la inanición deliberada de la Unión Europea. Hoy, en cambio, somos testigos incómodos que humanizamos el drama y a la propia administración”.

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