Los catalizadores

El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, no es más que un simple catalizador del descontento americano, en un inicio de siglo que está demostrando la fragilidad de los liderazgos convencionales.

La prestigiosa revista ‘Time’ ha elegido como personalidad relevante del año (‘Person of the year’) al presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump. La publicación, que selecciona anualmente a aquellos personajes que "para bien o para mal" más influyen en las decisiones adoptadas en el mundo, califica a Trump como el "presidente de los estados divididos de América". El magnate, que ya había ocupado la primera página de la revista en varias ocasiones, asegura que no ha hecho nada para separar a los americanos, "puesto que ya estaban divididos" mucho antes de que él llegase a la escena política. No le falta razón a Trump. Su logro electoral nada tiene que ver con la generación de un clima de desesperanza. Su candidatura, sencillamente, fue el catalizador de un descontento social ya existente.


Este inicio de siglo está demostrando la fragilidad de los liderazgos convencionales. Los nuevos populismos, pese a la extendida sensación en sentido contrario, carecen ‘per se’ de un argumentario ideológico que pueda competir en solidez con el valor de las ideas que han servido para construir las democracias occidentales. Su habilidad, la de Donald Trump, Nigel Farage o Marine Le Pen, no es otra que la de convertirse en meros receptores del malestar. Su alimento son los errores ajenos y crecen tras parasitar los excesos y abusos de la política. Sus logros son inexistentes y tan solo se aferran a un egoísmo que rompe con la tradicional solidaridad que ha armado el Estado del bienestar.


Conviene, pese a todo, no mezclar fenómenos. El caso Trump es uno, al igual que muchos de los populismos que sufre Europa – el ‘brexit’ es el paradigma– y la dimisión de Matteo Renzi y el anuncio de no presentarse a la reelección de François Hollande son, sencillamente, otros casos que bien podrían calificarse como la consecuencia de una serie de errores políticos que nos sitúan en una antesala de riesgo.


Como líder del Partido Democrático italiano, Matteo Renzi arrastraba el estigma de ser un primer ministro que no había pasado por las urnas. Aquejado por una supuesta falta de legitimidad democrática, la misma que sirvió para arropar al tecnócrata Mario Monti, Renzi sentía la necesidad de referenciarse ante los italianos. El forzado referéndum de reforma constitucional se presentó como la opción oportuna para construir el ansiado respaldo. La pérdida de la consulta, anticipada por todas las encuestas, fue un absurdo suicidio político que dejó en evidencia la imposibilidad de Renzi por retorcer a su antojo la realidad política italiana. Renzi, que no tenían otra opción que su marcha, solo ha conseguido reavivar al Movimiento 5 Estrellas y a los berlusconianos.


En Francia también los errores de François Hollande han acelerado su final. Aquejado por una terrible falta de didáctica, su renuncia a la reelección como presidente de la República descubre un último gesto de sentido común y generosidad hacia el Partido Socialista francés.


Aquejado por una insoportable impopularidad, intensamente amasada por la forma y los modos en la aplicación de las reformas económicas, Hollande se ha mostrado como un presidente desconectado, frío y distante que ni siquiera bajo el terrorismo yihadista supo conectar con los franceses. Manuel Valls, hacia el que tampoco Hollande ha expresado ninguna calidez especial, tendrá que luchar, nuevamente, con una herencia de errores acumulados que no ha hecho sino alentar a la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen.