Patata de Chía: crujiente por fuera, tierna por dentro

Con una producción muy limitada parece que estas papas trabajadas con el amor por el terruño han llegado para quedarse.

Los productores de las patatas de Chía, en pleno trabajo en un patatar, ayudados de una caballería
Patata de Chía: crujiente por fuera, tierna por dentro
H.A.

Mucho ha viajado este tubérculo, originario de los Andes, desde que fuera introducido en Europa por Pizarro a través de las Canarias en el siglo XVI. Y mucho tardaron los del Viejo Continente en darse cuenta de que esta planta podía alimentar y satisfacer paladares ambiciosos, relegándola en un primer momento a adornar jardines. Aún así, poco tardó la globalización en hacer plantaciones masivas de patatas que poco a poco han ido perdiendo la esencia de aquellas que se comían hace un par de siglos.


Y contra esa generalización de sabores llegan también los defensores de lo auténtico. Arturo Lanau es uno de ellos, y hace ahora tres años decidió, junto a su socio, desempolvar las herramientas que utilizaban sus abuelos para volver a cultivar las patatas de Chía, que conocieron su esplendor durante la posguerra española, y tras ser desplazadas por grandes plantaciones de patatas en tierras más grandes y productivas, cayeron en el olvido y se mantuvieron vivas sólo en los huertos propios de las familias de este pueblo pirenaico de 100 habitantes.


Y, ¿qué las hace tan especiales? Pues son muchos los factores que se unen para hacerlas tan auténticas. En primer lugar, la altitud a la que están plantadas, que se sitúa entre los 1.200 y 1.500 metros, en el valle de Benasque; otro de ellos es que para su cultivo se han recuperado las labores tradicionales, utilizando animales y herramientas manuales que permiten ‘mimar’ las plantas. Influye también su siembra en el temprano mayo, con temperaturas suaves y lluvias, que permite que el tubérculo haga su ciclo vital sin ningún tipo de estrés hasta su recolección en el mes de octubre. Y si el clima y el suelo montañoso ayudan a hacer especial esta patata, también lo hacen los métodos de cultivo, basado en una rotación bianual dejando que la tierra descanse un año para regenerarse de nuevo.


Para terminar de embellecer la historia de esta patata, las labores de envasado (en bolsas de papel, por cierto) y la comercialización corren a cargo de los miembros del Centro de Integración Sociolaboral El Remós, que ejecutan el trabajo estupendamente mientras tienen la posibilidad de integrarse con su entorno.


Y por si fuera poco, las patatas de Chía son totalmente ecológicas. Según Lanau, eso también se nota en el paladar porque "el hecho de no usar abonos ni químicos ayuda a que no se enmascare el sabor, y tengan gusto a patata tradicional".


Unido esto a las aportaciones alimenticias que tiene la patata en sí (la de Chía, por cierto, es de la variedad francesa kannebec), el resultado es un éxito rotundo. Como así lo refrenda sus ventas: en el segundo año de producción vendieron 15.000 kilos en dos meses; y este año, doblando la producción, ya están agotando existencias.


Ir al suplemento de gastronomía