Un McMenú que desafía al tiempo

Una hamburguesa comprada hace seis años se expone en Reikiavik como si hubiera sido cocinada recientemente.

Los productos de McDonald's parecen conformarse en formol. Y no es una metáfora. La que por ahora iba a ser una pieza de exposición, una de las últimas hamburguesas despachadas en Islandia, país que la multinacional de la comida rápida abandonó en 2009, presenta el aspecto de hace dos días. Seis años no son nada y la estampa del McMenú es inmejorable. Otra cosa será su sabor. Con su fachada incorruptible, casi nadie se atreve a hincarle el diente, aunque son pocos los tabúes que acaban aguantando las prohibiciones. La hamburguesa no ha precisado de conservantes ni frío para ofrecer una espléndida estampa. Su inmejorable apariencia alimenta las leyendas urbanas sobre los ingredientes del rey del 'fast food'.


Comprar una hamburguesa y cuidar de ella como si fuera una reliquia no es lo más habitual, pero es lo que hizo Hjörtur Smárason, un islandés con visión de futuro que adquirió en 2009 un McMenú, con patatas incluidas, sin sospechar que podía convertirse en un objeto de coleccionista. El lote en cuestión se vendió el 31 de octubre de 2009, cuando McDonald's se marchó del país en plena desbandada de inversores y ante la incertidumbre económica de un país que de repente sufrió un cataclismo económico. Al lado de la consabida 'cheeseburger', iba un paquete patatas fritas, que ahora se presenta sin apenas signos de descomposición.


Hjörtur Smárason había oído hablar de que las hamburguesas de la cadena eran imperecederas y resistían mejor el paso del tiempo que algunas estrellas del papel couché, pero lo quiso comprobar por su sí mismo. Al principio observaba el menú con regularidad, como el jardinero al cuidado de flores delicadas. Pero pronto se olvidó de la hamburguesa. Pasaron los meses y al cabo de tres años, entre los trastos de una mudanza apareció el McMenú. Una primera impresión abonó la sospecha de que los productos de McDonald's podían competir con éxito con los salazones. Es cierto que el pan había perdido su textura esponjosa y estaba duro como una piedra, pero por lo demás su pinta era estupenda. Ni despedía malos olores ni se desmigajaba. Como Smárason creía estar ante un auténtico prodigio y pensaba afincarse lejos, en Dinamarca, se le ocurrió que el mejor lugar para acoger este vestigio de la cultura contemporánea era el Museo Nacional de Islandia, de modo que donó su tesoro a la entidad.


La institución descartó exhibirla al lado de las piedras talladas de sílex y los esqueletos prehistóricos, así que quedó arrumbada en un almacén durante un año. Alguien sensato pensó que el museo no era una nevera en que guardar comida pasada y devolvió la hamburguesa a su donante.


Pero el finlandés no cejó, fue perseverante y, convencido de su valía, envió la pieza al Bus Hostel, en el centro de Reikiavik, donde, esta vez sí, se muestra al público dentro de una caja de plástico. Lo portentoso del caso es que la hamburguesa sigue mostrando su lozanía, y aunque en esencia sigue siendo un mendrugo de carne como la suela de un zapato, no lo aparenta. Es más, el menú no alberga ni una ápice de moho, ni una huella que delate su edad. Más sorprendente aún es que la directora del establecimiento, Adalheidur Yr Gestsdottir, asegura que, a la vista de algo tan apetitoso, alguien se han comido algunas patatas. A raíz de este atentado contra el patrimonio gastronómico de Islandia, ha cerrado el recipiente con un candado.