Salario mínimo

El sindicalismo debe articular un discurso atrayente sobre la base de que el Estado del bienestar se inscribe en el ADN de todo proyecto democrático de calidad. Hace décadas era la meta a alcanzar y hoy es el bastión a defender.

El Salario Mínimo Interprofesional (SMI) resulta imprescindible para que muchos trabajadores ultraprecarios no se conviertan, todavía más, en trapecistas sin red dentro del mercado laboral. Por eso ha de saludarse positivamente el pacto alcanzado por el sindicalismo mayoritario con Gobierno y representantes empresariales para que el SMI suba en una senda plurianual hasta llegar a 850 euros en 2020. Que son insuficientes estos logros reformistas después de diez años con pérdidas notables de capacidad adquisitiva, seguro; que provocan rasgado de vestiduras entre quienes sostienen posturas maximalistas, a menudo desconocedoras de la verdadera correlación de fuerzas, también. No comparto para nada la opinión de quienes tildan este acuerdo de vergonzoso y de acto de humillación, añadiendo a renglón seguido no sé cuántas diatribas más. Seguro que CC. OO. y UGT cometen errores, pero probemos los trabajadores a vivir sin ellos…

El 18,2% de las mujeres trabajadoras cobra el salario mínimo interprofesional o menos. Es importante el camino, no sólo la ansiada meta final de que nadie perciba una remuneración tan exigua. Por eso tiene sentido seguir pedaleando en forma de avances graduales y de actitudes reformistas. Véanse, sin complacencia alguna, las trayectorias históricas de las Trade-Unions británicas o del sindicalismo alemán.

La subida del SMI está condicionada a que la economía española crezca al 2,5% anual hasta 2020 y a que se creen 450.000 empleos al año. Haría mal Rajoy en plantear el pacto alcanzado como reclamo electoralista, sobre todo si luego no se cumplen los requisitos, que son ciertamente optimistas según las previsiones. Por lo demás, que el SMI llegue al 60% del salario medio no es un triunfo inconmensurable ni descubre la pólvora. Simplemente atiende el consejo de todos los organismos internacionales.

La caída del Muro de Berlín y el hundimiento de la URSS eliminaron algunos contrapesos al capitalismo más agresivo, es decir, menos humanizado, por más que aquellos regímenes no fuesen nada humanizados. Luego, a galope tendido, antes ya a lomos de Thatcher y de Reagan, se abrió paso un neoliberalismo que no se sentía amenazado por nadie. Los más ricos perdieron su miedo anterior. A su vez, la crisis económica iniciada hace diez años ha roto la cadena de mejora generacional: es muy probable que los hijos vivan peor que sus padres. Ante tanta incertidumbre se requiere una fuerte presencia sindical para evitar los retrovisores históricos en dirección a los tiempos de Dickens.

La vieja cuestión de la distribución de la plusvalía entre el capital y el trabajo, adaptada a los nuevos tiempos, debe reinstalarse en el centro de la acción política y sindical, visto el aumento exponencial de la desigualdad económica. Urge una redistribución más equitativa sobre la base de una reforma fiscal y de una liquidación de la actual reforma laboral. Además, el sindicalismo debe articular un discurso atrayente sobre la base de que el Estado del bienestar se inscribe en el ADN de todo proyecto democrático de calidad. Hace décadas era la meta a alcanzar y hoy es el bastión a defender. Se trata de ser competitivos sin renunciar a los derechos sociales, de ser competitivos para vivir mejor.

No volverán las dictaduras del pasado tal como las conocimos, pero sí va emergiendo una especie de ‘autoritarismo blando’ que defiende los intereses de las grandes corporaciones, unos regímenes en los que las libertades y derechos fundamentales estén garantizados, pero donde los ciudadanos no podamos usar tales libertades para decidir colectivamente sobre los asuntos que atañen a la economía. En momentos en que el poder económico se ha impuesto al político, necesitamos de ese sindicalismo mayoritario y estratégico. "Toda civilización no es más que una lucha desesperada por no tener que trabajar", decía Julio Camba. Como esa proclama no se alcanza de momento, la diferenciación entre derecha e izquierda sigue plenamente vigente, a pesar de afanes difuminadores.