La última cestería de Zaragoza, “de las de toda la vida”

Belén Gracia, cuarta generación de cesteros de la familia García, prosigue con la tradición familiar en su local de El Temple.

Antonia, Belén y Tamara, tres generaciones, en la cestería
Antonia, Belén y Tamara, tres generaciones, en la cestería
C. I,

Ha pasado más de un siglo desde que la cestería de la calle de El Temple abriera sus puertas en la capital aragonesa allá por el año 1900. Y aunque la ubicación se mantiene, una televisión, el datáfono o el 'router' dan debida cuenta del paso del tiempo y del transcurso de una historia de la que ha sido testigo, en buena parte, HERALDO.

Sin ir más lejos, en un reportaje del 16 de marzo de 1967 firmado por la periodista Milagros Heredero, aparece una joven Belén. Se trata de la única hija del matrimonio de tan solo 21 meses de la que dice que “hará palmas, pero de momento se limita a mirarlas con ojos redondos y a quererlas coger sin alcanzarlas”.

Por aquel entonces, la zaragozana que hoy tiene 51, jamás habría imaginado que se iba a convertir en la cuarta generación de esta estirpe de cesteros locales. “Llevo la tienda desde 2005, cuando mi marido tuvo que buscar un segundo empleo tras más de dos décadas dedicado al negocio porque no era suficiente para vivir”, relata Belén.

Fundada por su bisabuelo, José Gracia, quien empezó haciendo escobas en un taller de la calle Mayor “hasta que se le quedó pequeño”, sus productos estrella han sido siempre de lo más variados, pasando por persianas, costureros, cestas o capazos, caracoleras, sillones de mimbre o sillas de enea.

Aunque, sin duda, la palma de Semana Santa es, todavía hoy, su producto insignia. Sin ir más lejos, este año han vendido unas 600 palmas hechas a mano en su local con precios que oscilan entre los 2,80 euros –las de solapa- hasta los 8.95 –las más grandes-. “Traemos las hojas desde Elche y las cortamos y tejemos aquí por lo que duran mucho más tiempo”, recalca.

Continuando la búsqueda por la hemeroteca, aparecen otros recortes como un artículo de Alfonso Zapater de 1989 en el que aparecen fotografías de su madre, Antonia Escuer (81), –actual propietaria del negocio- y su padre, Miguel Gracia, fallecido en 2013. También hay una mención a su hijo Iván, por aquel entonces de tan solo 3 años de edad y al cual denominaba “el benjamín de la dinastía”.

“Desde pequeña hemos hecho vida aquí, mi madre entró desde que se casó con 28 años y ya pasaban aquí todo el día. Incluso comían en el local”, asegura Belén, quien también acudía a la tienda nada más salir del colegio. “Cuando tan solo era un bebé la teníamos aquí en un capacico durante todo el día”, asegura Antonia, su madre, señalando hacia una esquina.

A pesar de las vicisitudes, Belén Gracia afirma que pretende mantener la tienda abierta por muchos años más. “Me gustaría que siguiera con alguno de mis hijos, pero por el momento ninguno lleva idea de continuar con el negocio. Me hace mucho duelo pensar que tenga que ser yo la que la cierre”, reconoce. Iván (31) y Tamara (27) se han convertido, sin quererlo, en la última esperanza de la cestería más antigua de la capital zaragozana.

A sus 81 años, Escuer continúa yendo cada día a la tienda y aunque asegura que las ventas han disminuido, confía en que el negocio no desaparezca. “Recuerdo cuando en Zaragoza había 7 u 8 tiendas especializadas, hoy solo quedamos nosotros, y pocas que lleven tantos años”, afirma.

En su caso, tras más de 55 años tras el mostrador, destaca la fidelidad de quien elige “la tienda de toda la vida”. “Muchas clientas nos cuentan que ya venían aquí con sus madres y abuelas, y nos piden que no cerremos. Pero eso dependerá de la juventud”, añade.

Para sobrevivir, vale

Aunque Belén no recuerda prácticamente un día sin venta, asegura que se trata de un negocio que tan solo da para sobrevivir: “Si tuviera que pagar un alquiler habría cerrado hace tiempo”. “Lo que más temo es que llegue un momento en el que se me coman los gastos y no pueda mantenerlo”, lamenta.

Hoy, se enfrenta a las grandes superficies y a los productos de importación como su mayor competencia, puesto que ofrecen unos precios más económicos, aunque, advierte, "eso se nota". “A veces traigo cestas de fuera de España para que los clientes comparen peso, estructura y acabado. No tiene nada que ver”, asegura.

Y aunque sueña con mantener la tradición familiar, reconoce que, en estos momentos, el del cestero es un oficio que apunta a la desaparición. “En Aragón todavía queda gente en los pueblos que lo hace de toda la vida pero no es habitual. En Zaragoza no quedan tiendas como esta, y este año, hasta la fecha, está siendo peor que 2016, y ese fue el peor año desde que estoy en la tienda”, concluye.

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