Los colores de ‘la Roja’ ya han teñido el mes de junio, advirtiendo de que el Mundial está aquí. Las ilusiones de un país están en las manos –y los pies– de un equipo estelar que ya regaló en 2010, con un gol de Iniesta, un vibrante sentimiento que aún perdura. Pero no debe caer en el olvido la primera gesta que la selección española logró: la Eurocopa de 1964, que con una delantera magnífica –forjada en Zaragoza– llevó a nuestro país a lo más alto. Para homenajear a aquellos que hicieron del fútbol el deporte rey, nos embarcamos en un viaje en el tiempo, gracias a Hyundai, hasta la década de los sesenta, cuando cinco jóvenes deportistas hicieron de su pasión una leyenda. Entre ellos estaba Carlos Lapetra, el once divino que tocó la gloria desde la banda izquierda.
A la sombra del emblemático edificio que en su día fue el club social Círculo Oscense –aunque ahora todos los viandantes lo llaman el ‘Casino’–, los rudimentarios balones hechos con trapos anudados levantaban el polvo ocre de una céntrica plaza que aún tardaría en ver cómo cubrían de gravilla sus trazados rústicos. Decenas de niños de rodillas huesudas y pantalones de largura casi indecorosa disfrutaban de un deporte de importación anglosajona que les hacía soñar con un futuro que les alejaba del presente ajado de la posguerra española. Entre todos ellos, los hermanos Lapetra, Ricardo y Carlos, destacaban por una habilidad innata que habían descubierto mientras pateaban aquel juguete casi esférico que marcaría el comienzo de una memorable carrera deportiva. El primero, de 82 años, aún sigue viviendo a pocos metros de esa misma plaza, la de Navarra, en Huesca, y es el pregonero más fiel de los éxitos del segundo, quien, aunque falleció hace 23 años, pasó a los anales de la historia deportiva internacional gracias a una zurda magistral y a una técnica entonces nunca vista, pero ahora muy extendida.“Mi hermano, dos años menor, era un ser especial; más bien, era un genio en sus cosas”, reconoce Ricardo, que aunque busca en su memoria las palabras exactas que el mismísimo Alfredo Di Stéfano le dedicó a Carlos Lapetra, no consigue reproducirlas fidedignamente. “Le dijo que tenía algo mágico en el pie”, viene a resumir este caballero que, a pesar de las canas y las décadas cumplidas, goza de una forma física y mental formidables que demuestra mientras paseamos por aquella plaza de su infancia. “Tenía razón, ya de pequeño se le veía venir… Lanzando aquí la pelota –señala el asfalto que hay a los pies del viejo club social– o chutando en el patio del colegio San Viator de Huesca derrochaba talento”, narra Ricardo, quien explica que entonces ninguno soñaba con ser futbolista, solo con disfrutar con sus amigos de los regates que precedían a la técnica de la pared. “¡La patentamos los niños de la posguerra!”, se ríe. “Entonces jugar era muy cómodo; Huesca era una ciudad recoleta, muy maja, y los móviles no existían: solo teníamos que bajar a la plaza –vivían en el edificio contiguo al ‘Casino’– para encontrarnos con nuestros amigos. Nos conocíamos todos…”, intenta acabar Ricardo, pero debe pararse a saludar, porque él sigue poniendo cara a muchos de los vecinos oscenses.
De la infancia de ambos –eran inseparables– todo son buenos recuerdos, al igual que de su paso por el internado de los Jesuitas en Zaragoza y también de su estancia en la universidad. “El sueño de mi padre, Fidel Lapetra, que era un hombre muy importante e influyente, era que estudiásemos, así que nos fuimos a Madrid a cumplir las expectativas paternas. Allí, además de estudiar Derecho, participábamos en el equipo del colegio mayor en el que vivíamos y en la Selección Universitaria, con la que jugamos algunos partidos contra equipos muy importantes, como el Real Madrid y el Atlético de Madrid”, rememora. “Fue en la capital donde vimos por primera vez a Villa, que entonces estudiaba Química. ¡Cómo corría! Era un fuera de serie y, en ese amistoso en Chamartín, mi hermano y yo supimos que lo veríamos jugar con los grandes”, asiente.
Durante su etapa de estudiantes, ficharon por el Guadalajara, equipo de Tercera División por entonces. Allí, un ojeador del Real Zaragoza, quien además era íntimo amigo de la familia de los dos jóvenes, Emilio Ara, descubrió sus dotes deportivas y les propuso fichar por el club aragonés. “Fue de carambola… Mi padre se enfadó mucho cuando se lo propusimos, pero, como aún nos quedaban años de convivencia aceptó que jugásemos”, explica con un tono socarrón. “Eso sí, puso dos condiciones: la primera, que entrásemos los dos en el equipo; la segunda, que no dejásemos los estudios”, añade. El club cumplió su parte. Los hermanos, a medias, pues ninguno acabó sus estudios.
Lo que pasó después, tal y como dice Ricardo, es “la historia de mi hermano Carlos, quien llevó los colores del Zaragoza a lo más alto de este deporte junto a su equipo, el de ‘Los Magníficos’”.
Gracias al Fastback i30 de Hyundai llegamos a tiempo a la cita con Ricardo Lapetra…
Después de que el entrenador Juan Ochoa desoyese las voces de aquellos que le aseguraron que ese jovencísimo extremo tenía un don innato para el fútbol, negándole así el debut el mismo año de su fichaje, una abultada derrota contra el Oviedo alejó al técnico del Real Zaragoza. Edmundo Suárez, más conocido como Mundo, le sucedió y él sí propició el estreno del aragonés con el número ’11’ en la elástica blanquiazul. Los cuatro meses de espera sentado en el banquillo quedaron atrás muy pronto, pues en ese primer encuentro contra el Real Madrid, en el Bernabéu, demostró que los rumores eran ciertos y que su zurda era una divinidad que poco tenía que envidiar a la de Maradona o la de Messi.“La pasión que sentía por el fútbol supo trasladarla al terreno de juego, y eso se notaba cada vez que pisaba el campo”, relata su hermano Ricardo, quien añade que Carlos siempre tenía este deporte “en la mente y en los pies”. Dice que la cabeza del ‘Panocha’ funcionaba aún más rápida que sus piernas y que fue su descomunal inteligencia deportiva y social la que le llevó a lo más alto de la historia del equipo blanquillo. “Sabía anteponerse a las jugadas del adversario y a las de sus amigos, su equipo. De hecho, fue el precursor de la posición del delantero interior”, aclara. Lapetra sabía que no era el más rápido ni tampoco el más fuerte, por eso, “decidió retrasar su posición para poder aportar a sus compañeros sus auténticos dones: el liderazgo y la inteligencia”.
Así, vistiendo los colores del equipo de su vida durante diez temporadas junto a una decena de compañeros a los que llamó familia, conquistaron títulos nacionales e internacionales con tal éxito que hasta las cabeceras de los principales periódicos europeos se deshacían en halagos con aquella feroz delantera que se forjó en la Romareda. “Soñaba con salir al campo cuando aún no había comenzado la temporada, y jamás pensó que un partido era más importante que otro, porque en todos hacía lo que debía: dejarse la piel por los suyos”, rememora orgulloso su hermano, quien rápido torna en risas para contar que “era muy bueno, pero no se cuidaba nada en comparación con los jugadores de ahora”.
“Los dos éramos grandes fumadores –dice mientras le da una calada a un cigarro de tabaco negro– y disfrutábamos compartiendo un puro cuando cogíamos el coche para ir de camino al estadio antes de jugar un partido. Era un rito que nunca nos saltamos durante los tres años que coincidimos… Quizá, Carlos hubiese ganado más títulos de llevar una vida más saludable, pero entonces fumar era algo habitual; tanto, que el portero, Kike Yarza, se echaba un pitillo durante el descanso de cada partido”, se carcajea mientras deja que su mente viaje un poco más al pasado. Pero esta vez, en silencio.
Fumar y conducir, los únicos vicios del ’11’ divino. Hay leyendas urbanas que relatan que la carretera entre Huesca y Zaragoza se mejoró para que Lapetra pudiese pasear a toda velocidad su colección de bólidos de camino a la Romareda, pues al único jugador se le permitía vivir en otra ciudad que no fuese la de su club. Pero es que para la estrella aragonesa su familia y su tierra eran los pilares que necesitaba para destacar en el campo, marcando goles y liderando.
Para emprender un viaje al pasado, la comodidad es esencial…
Fue en un partido de la extinta Recopa, contra el Everton. En una entrada, un defensa le seccionó la tibia longitudinalmente. Aunque le operaron dos veces y le aseguraron que podría volver al campo, aquella zurda nunca fue la misma. Jugó su último partido en noviembre de 1968 y, cuatro meses después, el 4 de marzo de 1969, el club aragonés anunciaba en un escueto comunicado: “En el día de la fecha, el Real Zaragoza C.D. y su jugador don Carlos Lapetra Coarasa han llegado a un acuerdo amistoso para rescindir el contrato deportivo que ligaba al jugador con el club hasta el 30 de junio de 1969.”Los que le conocen lo recuerdan como un momento agridulce, un final injusto a la trayectoria deportiva espléndida de a un jugador que había puesto, junto a sus compañeros, al Real Zaragoza y a su ciudad en el mapa mundial . Quizá por eso hubo quién intentó darle otro final a su carrera. “Por mi cuenta y riesgo –señala Ricardo– llamé a Ladislao Kubala, –exjugador del Barcelona–, que era muy amigo mío, y me fui hasta La Masía. Me propusieron un buen traspaso para él y los servicios de recuperación a su disposición, pero mi hermano no quiso. Estaba recién casado y dijo que no. Así es como terminó todo”.
Con la marcha de Lapetra, ‘Los Magníficos’ se fueron quedando en el camino; y el mandato del entonces presidente del club, Alfredo Usón, sumado a los problemas económicos del equipo, acabaron con la década dorada del zaragocismo en tan solo dos temporadas. Pero en aquellos años el fútbol era justo con quienes lo vivían con pasión, y dos años más tarde, tras la construcción de la Ciudad Deportiva y la llegada de ‘Los Zaraguayos’, el Real Zaragoza resurgió de sus cenizas para seguir haciendo historia.
Entre tanto, el delantero retomó los negocios familiares en el campo y se volcó en su familia, que “si por algo se ha caracterizado siempre es por estar muy unida, en todos los momentos y a todos los niveles”, apunta Ricardo. Convirtió Zaragoza en su lugar de residencia y “ahí andaba en los corrillos y las tertulias de fútbol”, donde nunca tuvo una mala palabra hacia el club que, con el paso del tiempo, le convirtió en leyenda. Pero, la verdad es que Lapetra nunca abandonó la banda izquierda, pues durante años escribió una columna en HERALDO DE ARAGÓN, con la experiencia que otorga haber llevado al Real Zaragoza a la gloria futbolística y con un corazón que nunca dejó de ser blanquiazul.
La tranquilidad al volante es clave para disfrutar de cualquier viaje…
Ambos lo viven hoy con el orgullo y la sensación que otorga el trabajo bien hecho, pues nadie debería negarles el reconocimiento y el agradecimiento que, por derecho propio, les corresponde. Aunque a la afición de aquellos años le costase reconocerlo: “Lo digo en secreto: nuestra afición era mala; bueno, exigente. Se acostumbraron muy mal, porque la temporada 63-64 ganamos la Copa del Rey y la de Ferias, y ya se creyeron que teníamos que ganarlo todo”, comenta Villa. “Recuerdo un partido en casa, en el que ganamos 6-0 al Valladolid, y nos pegaron una pañolada y una pitada por lo mal que habíamos jugado, que no ayudó a nada. Nosotros teníamos que levantar a la afición y, aun así, se quejaban”, prosigue el madrileño. “Ahora un jugador le da una patada un poco bien y todos se vuelven locos a aplaudir, y yo pienso: esta afición tenía que haber sido la nuestra”, añade jocoso Canario.
De aquella época, el peñista recuerda ver los partidos sentados en sillas sobre el mismo campo de juego o detrás de la portería, los bares repletos de gente escuchando la radio –“porque no todos tenían televisión”– y a los aficionados siendo el verdadero jugador número doce, codeándose y hablando con los futbolistas a la salida de los entrenamientos como un miembro más del equipo. Critica que ahora haya tanta seguridad, que todo sea más cerrado, consciente de que las cosas cambian, pero con la certeza de que el león volverá a rugir, pues es la forma de ser de esta afición la que ha convertido en leyenda historias como estas. “El fútbol se vive más que antes. En aquellos años en La Romareda había gente más mayor, ahora hay jóvenes, mujeres, niños, las peñas… Es una maravilla ver el campo, con los cánticos y las palmas… Los que están jugando o en el banquillo lo reciben como algo bueno, se sienten mucho más arropados, –relata Iniesta–. Al fin y al cabo, “no existiría el fútbol si no estuviese la afición”, concluye.